TEORIA SOCIAL 1

Estimado colega de la materia Teoría social 1. Bienvenido. Esta será una forma de disponer de materiales para el curso, conocernos y de intercambiar información y puntos de vista, que según espero, enriquecerán nuestro común interés por conocer mejor la intervención de las explicaciones sobre la sociedad en las acciones de comunicación,y viceversa, que de ambas cosas trata nuestra materia. Gracias por entrar aquí. Saludos cordiales.

Nombre: Prof. Alejandro Miranda
Ubicación: Mexico

miércoles, septiembre 26, 2007

INMISCUCIÓN TERRUPTA
Julio Cortázar
Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.
—¡Asquerosa!-brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca mas bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivolearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abroncojantes bocinomías. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofía, y asi pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esás que no dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir el doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre gladiofantas.
—¡Payahás, payahás!-crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes.
No ha terminado de halar* cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas que para qué.
—¿Te das cuenta?-sinterruge la señora Fifa.
—¡El muy cornaputo!-vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y se flaternulian como si no se hubieran estado polichantando mas de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofitas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.

jueves, septiembre 20, 2007


LA LECTURA DE ROUSSEAU

Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres

JUAN JACOBO ROUSSEAU nació en Ginebra, Suiza en 1712. El 12 de junio de 1754 firmó el prólogo de un Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, que presentaría a un concurso en la Academia de Dijon. Pensador de espíritu apasionado y escritor sistemático, Rousseau expuso en aquellas páginas el filón central de su pensamiento: el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que corrompe su condición natural. Quizás el estado natural no haya existido nunca, acepta Rousseau, pero es necesario plantearlo como hipótesis departida, punto de comparación e ideal por conseguir, pues el propio filósofo veía la decadencia y podredumbre en que se había sumido la sociedad que lo rodeaba.

En una carta fechada en 1737, el joven Rousseau describe que las calles de Montpellier "están alternativamente bordeadas de soberbios palacios y de chozas miserables llenas de barro y estiércol. Sus habitantes son la mitad muy ricos y la otra mitad por demás miserables, pero son todos igualmente rufianes por su manera de vivir, la más vil y sucia que se pueda imaginar". En estas líneas, que prefiguran lo que posteriormente plasmaría en su discurso sobre la desigualdad, Rousseau revela su espíritu innovador, su propuesta de renovación y la rara combinación de su pesimismo histórico compensado por un optimismo humanista. Optimismo en la naturaleza, en el estado primitivo y quizás utópico de la humanidad, que lo llevó a convertirse en un hombre de ferviente soledad al mismo tiempo que lo hizo uno de los pensadores más influyentes de la Revolución francesa de 1789.


Primera parte

Por importante que sea, para juzgar bien del estado natural del hombre, para considerarlo desde su origen y examinarlo, por decirlo así, en el primer embrión de la especie, no seguiré su organización a través de sus desenvolvimientos sucesivos. No me detendré tampoco en buscar en el sistema animal lo que pudo ser al principio, para llegar, por último, a lo que es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas uñas fueron garras retorcidas, si era velludo como un oso, y si, andando a cuatro pies, sus miradas dirigidas hacia la tierra y limitadas a un horizonte de algunos pasos, no señalaban a la vez el carácter y la extensión de sus ideas. Acerca de esto no podría formar otra cosa que conjeturas vanas y casi imaginarias. La anatomía comparada ha progresado aún muy poco; las observaciones de los naturalistas son todavía muy dudosas para que se pueda establecer sobre tales fundamentos la base de un sólido razonamiento. Por eso, sin recurrir a los conocimientos sobrenaturales que tenemos sobre este punto, y sin poner atención en los cambios que han debido de sobrevenir en la conformación (tanto interior como exterior) del hombre, a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutría con nuevos alimentos, le supondré en su conformación última, como le veo hoy, andando sobre dos pies, sirviéndose de sus manos como nosotros de las nuestras, llevando sus miradas sobre toda la naturaleza y midiendo con sus ojos la vasta extensión del cielo.

Despojando a este ser así formado de todos los dones sobrenaturales que ha podido recibir y de todas las facultades artificiales que sólo por lentos progresos ha podido adquirir; considerándolo, en una palabra, tal como ha debido de salir de manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que los unos, menos ágil que los otros; pero sin duda el mejor organizado de todos. Le veo saciándose bajo una encina, apagando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo árbol que le ha suministrado su comida: he ahí sus necesidades satisfechas.

La tierra, abandonada a su espontánea fertilidad y cubierta con inmensos bosques que el hacha no mutiló jamás, ofrece a cada paso almacenes y retiro a los animales de toda especie. Los hombres, dispersados entre ellos, observan, imitan su industria y se levantan así hasta el instinto de los brutos, con la ventaja de que cada especie no tiene más que el suyo propio, mientras que el hombre, que acaso no tiene ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se nutre por igual con la mayor parte de los diversos alimentos que los demás animales se reparten, y halla, por tanto, su subsistencia con facilidad mayor que cualquier otro animal.

Acostumbrados desde la infancia a las inclemencias del aire y al rigor de las estaciones, ejercitados en la fatiga y obligados a defender, desnudos y sin armas, su propia vida contra los brutos feroces, o a escapar de ellos a la carrera; los hombres van formándose un temperamento robusto y casi inalterable. Trayendo al mundo los hijos la excelente constitución de sus padres y fortificándola por los mismos ejercicios que la produjeron, adquieren cuanto vigor es posible en la especie humana. La naturaleza emplea con ellos lo que la ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos: hace fuertes y robustos a los que están bien constituidos, y obliga a los demás a perecer. Diferénciase en esto de nuestras sociedades, en las cuales al entregar el Estado los hijos onerosos a sus padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.

El hombre salvaje conoce como único instrumento el cuerpo, por lo que lo emplea en diversos usos de que nosotros somos incapaces por falta de ejercicio. Nuestra industria nos quita la fuerza y la agilidad que la necesidad obliga a poseer. Si hubiese tenido hacha, ¿habría roto su mano tan fuertes ramas? Si hubiera tenido honda, ¿lanzaría a brazo piedras con tanta fuerza? Si hubiese tenido escalera, ¿treparía con tanta ligereza por un árbol? Si hubiera tenido caballo, ¿sería tan rápido en la carrera? Dejad al hombre civilizado el tiempo para reunir máquinas en su derredor, y no puede dudarse de que fácilmente adelantará al hombre salvaje; pero si queréis ver combate más desigual aún, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente, y bien pronto conoceréis cuál es la ventaja de tener sin cesar sus fuerzas a su disposición, sin estar siempre prevenido a todo y de ir siempre, por decirlo así, por entero consigo mismo.

Pretende Hobbes que el hombre es por naturaleza intrépido, y no busca otra cosa que atacar y combatir. Un filósofo ilustre opina, por el contrario, y Cumberland y Pufendorff lo aseguran también, que nada hay más tímido que el hombre en estado de naturaleza, y que está siempre dispuesto a huir al menor ruido que le hiera, al menor movimiento que perciba. Tal vez sea así para los objetos que no conozca, y no dudo de que se asuste ante los nuevos espectáculos que se le presentan, siempre que no pueda distinguir el bien y el mal físicos que de ellos debe esperar, ni sepa comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr; circunstancias raras en el estado de naturaleza, donde todas las cosas marchan de manera tan uniforme, y donde la faz de la tierra no está sujeta a esos cambios bruscos y continuos que producen las pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje, como vive dispersado entre los animales y por encontrarse casi desde su infancia en el caso de medirse con ellos, hizo bien pronto la comparación, y sintiendo que los supera más en destreza que ellos le aventajan en fuerza, aprendió a no temerlos. Poned un oso o un lobo en riña con un salvaje robusto, ágil, valiente como lo son todos, armado de piedras, de un buen palo, y veréis cómo el peligro será cuando menos recíproco, y que, después de muchas experiencias semejantes, las bestias feroces, que no gustan de atacarse mutuamente, atacarán con pocas ganas al hombre, porque lo habrán hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que realmente tienen más fuerza que él destreza, se halla frente a ellos en el caso de otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con esta ventaja para el hombre: que no menos dispuesto que ellos para la carrera y hallando sobre los árboles refugio casi seguro, puede en todas partes tomarlo o dejarlo a voluntad, así como la elección de la fuga o del combate. Añadamos que no parece que animal alguno haga naturalmente la guerra al hombre, fuera del caso de su propia defensa o de extremada hambre, ni tampoco que tenía hacia él estas violentas antipatías que parecen anunciar que la naturaleza destina a una especie para servir de pasto a la otra.

He ahí sin duda las razones de por qué los negros y los salvajes se hallan pocas veces en lucha con los animales feroces que pueden encontrar en las selvas. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven en ese aspecto en la más profunda seguridad y sin el menor inconveniente. "Aunque estén casi desnudos —dice Francisco Correal—, no dejan de exponerse resueltamente en los bosques, armados sólo con su flecha y su arco; pero nunca se ha oído decir que cualquiera de ellos haya sido devorado por las fieras."

Otros enemigos más temibles, de los cuales no tiene el hombre los mismos medios de defenderse, son las enfermedades naturales, la infancia, la vejez y los padecimientos de todas clases; tristes signos de nuestra debilidad, los dos primeros de los cuales son comunes a todos los animales, mientras el último pertenece principalmente al hombre que vive en sociedad. Observo además, con respecto a la infancia, que llevando la madre con ella por todas partes a su hijo, tiene mayor facilidad de alimentarlo que las hembras de muchos animales, las cuales se ven obligadas a ir y venir sin cesar, con gran fatiga, por un lado a buscar su pasto y por otro a dar de comer o amamantar a sus hijuelos. Es cierto que si la mujer perece, el niño corre asimismo el riesgo de perecer con ella; pero este peligro es común a otras múltiples especies cuyos hijos no están por mucho tiempo en situación de ir a buscar por sí solos su sustento; y si la infancia es más larga entre nosotros, siendo la vida más larga también, todo viene a ser igual en este punto, aunque haya sobre la duración de la primera edad y sobre el número de hijos otras reglas que no son motivo de mi análisis. En los ancianos, que actúan y transpiran poco, la necesidad de alimentos disminuye juntamente con la facultad de procurárselos; y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y la vejez es, entre todos los males, el que los auxilios humanos pueden aliviar menos, se extinguen por fin sin que se advierta qué cesan de ser y casi sin que ellos mismos se den cuenta.

Respecto a las enfermedades, no repetiré las falsas y vanas declamaciones que la mayor parte de las personas en buena salud hacen contra la medicina; pero preguntaré si hay alguna observación sólida de la cual se pueda deducir que en el país donde este arte se halla más descuidado, la vida media del hombre sea más corta que en aquellos donde la medicina es cultivada con el mayor interés. ¿Y como podrá ser esto, si nosotros nos proporcionamos enfermedades más considerables que remedios puede suministrarnos la medicina? La extrema desigualdad en la manera de vivir; el exceso de ociosidad en unos; el exceso de trabajo en otros; la facilidad de excitar y satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad; los alimentos muy refinados de los ricos, que los nutren de sofocantes jugos y los cargan de indigestiones; la mala alimentación de los pobres, de la que carecen aún con más frecuencia, y por cuya falta recargan ávidamente su estómago en la ocasión propicia; la vigilancia, el exceso de todo género, los inmoderados transportes de las pasiones, las fatigas y desalientos del espíritu, las tristezas y penas sin número que se experimentan en todos los estados y de que las almas se ven atormentadas constantemente: he ahí las causas funestas y probadoras de que la mayor parte de nuestros males son obra nuestra, y de que los habríamos evitado en su mayor parte de haber conservado la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescrita por la naturaleza. Si ésta nos había destinado para estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un animal estragado. Cuando se examina la buena constitución de los salvajes, al menos de aquellos a quienes no hemos perdido con nuestros licores fuertes; cuando se sabe que casi no conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, casi nos inclinamos a creer cuán fácilmente se haría la historia de las enfermedades humanas sólo con seguir la de las sociedades civilizadas. Al menos ésta es la opinión de Platón, que entiende, según determinados remedios empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estos remedios debían curar no eran aún conocidas entre los hombres. Y Celso refiere que la dieta, tan necesaria hoy, empezó a ser aplicada por Hipócrates.

Con tan escasos orígenes de los males, el hombre apenas tenía en el estado de naturaleza necesidad alguna de remedio, y menos de médicos. La especie humana no está, pues, en este particular en peor condición que las otras especies, y fácil es saber si los cazadores hallan en sus excursiones muchos animales enfermos. Hállanse con grandes heridas muy bien cicatrizadas, con huesos o miembros rotos y compuestos sin otro cirujano que el tiempo, ni otro régimen que su ordinaria vida y que no están menos curados por no haber sido atormentados con pinchazos, ni emponzoñados con drogas, ni extenuados con ayunos. En una palabra, por útil que pueda ser entre nosotros la medicina bien administrada, siempre es cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza, en cambio sólo tiene que temer a su enfermedad, lo que hace su situación frecuentemente más favorable que la nuestra.

Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los hombres que tenemos ante la vista. La naturaleza trata a todos los animales abandonados a sus cuidados con una predilección que parece demostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el loro, el asno mismo tienen generalmente más elevada talla, constitución más robusta, mayor vigor, valor y fuerza en los bosques que en nuestras casas; pierden la mitad de sus ventajas convirtiéndose en domésticos, y se diría que todos nuestros cuidados en tratarlos bien y en nutrirlos no conducen más que a bastardearlos. Al convertirse en sociable y esclavo, hácese débil, temeroso, rastrero, y su manera de vivir, blanda y afeminada, acaba de enervar a la vez su fuerza y su valor. Añádase que entre las condiciones salvaje y doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mayor aún que la de bruto a bruto; porque habiendo sido el animal y el hombre tratados igualmente por la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se proporcione sobre las que da a los animales que amansa son otras tantas causas singulares que le hacen degenerar más sensiblemente.

No constituyen, pues, grandes desdichas para los primeros hombres, ni sobre todo grandes obstáculos para su conservación, la desnudez, la falta de habitación y la privación de todas esas inutilidades que tan necesarias creemos. Si no tienen la piel velluda, en los países cálidos no tienen necesidad alguna de ella, y en los fríos saben inmediatamente apropiarse la de los brutos vencidos; si no tienen más que dos pies para correr, poseen dos brazos para proveer sus necesidades; sus hijos quizá anden tarde y con trabajo, pero las madres los llevan con facilidad, ventajas de que carecen las demás especies, en las cuales, cuando es perseguida la madre, se ve obligada a dejar abandonados sus hijos o a seguir el paso de éstos. Por último, a menos de suponer esos concursos singulares y fortuitos de circunstancias de que hablaré más adelante, y que bien podrían no llegar jamás, es evidente en todo caso que el primero que se hizo vestidos o habitación diose con ello cosas poco necesarias, puesto que hasta entonces pudo pasarse sin ellos, y no se ve por qué no habría de poder sufrir, hecho hombre, el género de vida que soportaba desde su infancia.

Solo, ocioso y siempre cercano al peligro, al hombre salvaje debe gustarle dormir y tener el sueño ligero como el de los animales, que pensando poco duermen, por decirlo así, todo el tiempo en que no piensan. Su propia conservación constituye el único cuidado, por lo que sus facultades más ejercitadas deben ser aquellas que tienen por principal objeto el ataque y la defensa, sea para dominar su presa, sea para asegurarse de no ser víctima de otro animal. Por el contrario, los órganos que no se perfeccionan sino por la molicie y la sensualidad deben permanecer en cierto estado de tosquedad, que excluye en él toda especie de delicadeza, y, hallándose sus sentidos divididos sobre este punto, tendrá el tacto y el gusto de una rudeza extrema, mientras que la vista, el oído y el olfato gozarán de una sutileza de suma sensibilidad. Tal es el estado del animal en general, y así es, según las referencias de los viajeros, el de la mayor parte de los pueblos salvajes. Por todo ello, no hay por que asombrarse de que los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista barcos en alta mar, a la misma distancia a que los ven los holandeses con ayuda de sus anteojos; ni tampoco de que los salvajes de América oliesen a los españoles por las huellas como habrían hecho los mejores perros; ni de que todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, agucen su gusto a fuerza de pimienta y beban los licores europeos lo mismo que el agua.

No he estudiado hasta aquí mas que al hombre físico. Tratemos de mirarlo ahora por el lado metafísico o moral.

En todo animal no veo otra cosa que una ingeniosa máquina a la cual ha dado la naturaleza sentidos para elevarse ella misma y para asegurarse, hasta cierto punto, contra aquello que tiende a destruirla o a desordenarla. Las mismas cosas percibo en la máquina humana, con esta diferencia: que la naturaleza hace por sí sola todo en las operaciones del bruto, mientras que el hombre concurre a las suyas en calidad de agente libre. El uno escoge o rechaza por instinto, y el otro por un acto de albedrío; lo cual da por resultado que el bruto no pueda separarse del precepto a que está sometido, aun cuando el hacerlo así le fuera ventajoso, y el hombre se aparta de la regla frecuentemente en virtud de su criterio. Así es como un pichón perecería de hambre al lado de una fuente colmada de las mejores carnes, y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro pudiesen muy bien, de serles conocido, nutrirse con el alimento que desprecian. Así es como los hombres disolutos se entregan a excesos que les producen las fiebres y la muerte, porque el espíritu estraga los sentidos y porque la voluntad habla, aun cuando la naturaleza calle.

Todo animal tiene ideas, puesto que tiene sentidos y combina incluso sus ideas hasta cierto grado: el hombre no se diferencia del bruto en este aspecto más que del más al menos; y hasta ciertos filósofos han ido más lejos, sosteniendo que hay más diferencia entre determinados hombre y hombre que entre determinados hombre y bruto. La naturaleza ordena a todo animal y el bruto obedece. El hombre experimenta la misma impresión, pero reconócese libre de acceder o resistir. En la conciencia de esta libertad es donde principalmente se descubre la espiritualidad de su alma, porque la física explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación de las ideas; pero en la facultad de querer, o más bien de escoger, y en el sentido de esta facultad, no se encuentran más que actos puramente espirituales, de los que nada se nos explica por las leyes de la mecánica.

Pero aun cuando las dificultades que rodean todas estas cuestiones dejaran lugar para discutir sobre esta diferencia entre el hombre y el animal, hay otra cualidad muy específica que los distingue y sobre la cual no puede existir discrepancia, y es la facultad de perfeccionarse, facultad que con ayuda de las circunstancias, desenvuelve sucesivamente a las restantes y reside en nosotros, tanto en la especie como en el individuo; mientras que un animal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie al cabo de mil años es lo que era el primer año de esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil? ¿No es porque vuelve de este modo a su estado primitivo, y porque en tanto que el bruto, que nada adquiere, ni tiene tampoco nada que perder, permanece siempre en su instinto, el hombre pierde por la vejez u otros accidentes todo lo que la perfectibilidad le había hecho adquirir, cayendo así mucho más bajo que el mismo bruto?

Sería triste para nosotros vernos obligados a convenir en que esta facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desgracias del hombre, que ella es la que le saca, a fuerza de tiempo, de esta condición originaria, en la cual pasaría los días de su vida tranquilos e inocentes; que es igualmente esa facultad la que, haciendo brillar con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y sus virtudes, le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza. Sería horrible vernos obligados a colocar entre los seres bienhechores al primero que enseñó a los habitantes de las riberas del Orinoco el uso de esas tabletas que aplican a las sienes de sus hijos, asegurándoles cuando menos una parte de su imbecilidad y de su felicidad original.

Entregado el hombre salvaje por la naturaleza a un solo instinto, o más bien, indemnizado del que quizá le falta, por las facultades capaces de suplir primero y de elevarse después sobre aquél, comenzará por las funciones puramente animales. Percibir y sentir serán su primer estado, que le será común con todos los animales. Querer y no querer, desear y temer, serán las primeras y casi las únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen nuevos desarrollos.

Opinen lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las pasiones, que recíprocamente le deben también mucho, y la causa principal del perfeccionamiento de nuestra razón se halla en la actividad de aquéllas. Tratamos de conocer sólo porque deseamos gozar, y no es posible concebir por qué quien no tuviera deseos ni temores habría de tomarse el trabajo de razonar. Las pasiones, a su vez, se originan en nuestras necesidades y el progreso de ellas en nuestros conocimientos, porque no se pueden desear o temer las cosas más que por las ideas que acerca de ellas podamos tener o por simple impulso de la naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda clase de luces, no experimenta más que pasiones de esta última especie; sus deseos no van más allá de sus necesidades físicas. Los únicos bienes que conoce en el universo son la alimentación, la hembra, el reposo los únicos males que teme, el dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, porque el animal no sabrá nunca lo que es morir, siendo el conocimiento de la muerte y sus terrores una de las primeras adquisiciones que el hombre ha realizado al separarse de su condición de animal.

Me sería fácil, si fuera menester, apoyar este sentimiento en varios hechos y hacer ver que en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu han estado precisamente en proporción con las necesidades que los pueblos habían recibido de la naturaleza, o con las sugeridas por las circunstancias, y, por consiguiente, con las pasiones que los llevaban a proveer a sus necesidades. Presentaría en Egipto las artes nacientes, entendiéndose con los desbordamientos del Nilo; seguiría su progreso entre los griegos, donde vióseles germinar, crecer y elevarse hasta los cielos, entre las arenas y las rocas del Ática, sin poder echar raíces en las fértiles orillas del Eurotas; observaría que, en general, los pueblos del Norte son más industriosos que los del Mediodía, porque no pueden pasar sin serlo, como si la naturaleza quisiera igualar así las cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la tierra.

Pero sin recurrir a los testimonios inseguros de la historia, ¿quién no ve que todo parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo? Su imaginación nada le pinta, su corazón nada le pide. Sus necesidades moderadas fácilmente encuentran remedio a mano, y tan lejos está del grado de conocimientos necesarios para desear o adquirir otros mayores, que no puede tener ni prevenciones ni curiosidad. El espectáculo de la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar. Siempre el mismo orden, siempre las mismas revoluciones, no tiene su espíritu dispuesto para admirarse de maravillas más altas, y no es en él donde debe buscarse la filosofía necesaria para saber observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que nada conmueve, se entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin idea alguna del porvenir, por cercano que pueda estar; y sus propósitos, limitados como sus aspiraciones, apenas se extienden hasta el término del día. Tal es hoy mismo el grado de previsión del caribe; vende por la mañana su cama de algodón y vuelve llorando por la noche para rescatarla, por no haber comprendido que la necesitaría de nuevo.

Cuanto más se medita sobre esta materia, más se agranda a nuestros ojos la distancia de las puras sensaciones a los más simples conocimientos. Es imposible concebir cómo un hombre habría podido con sólo sus fuerzas, sin el auxilio de la comunicación y sin el aguijón de la necesidad, pasar los límites de tan enorme intervalo. ¿Cuántos siglos han transcurrido quizá antes que el hombre haya llegado a ver otro fuego que el del cielo? ¿Cuántos incidentes habrán sido necesarios para enseñarle los usos más comunes de este elemento? ¿Cuántas veces lo han dejado apagar antes de haber adquirido el arte de reproducirlo? ¿Y cuántas veces quizá cada uno de estos secretos habrá muerto con el que lo había descubierto? ¿Qué diremos de la agricultura, arte que exige tanto trabajo y previsión, que tanto tiene de otras artes, que con toda evidencia sólo es practicable en una sociedad al menos comenzada y que sirve no tanto para sacar de la tierra los alimentos, que entregaría sin eso, como para obligarla a las preferencias que son más de nuestro gusto? Mas supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos; suposición que, dicho sea de paso, demostraría gran ventaja para la especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del cielo a las manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos tienen para un trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever desde tan lejos sus necesidades; que adivinaran cómo es preciso cultivar la tierra, sembrar las semillas y plantar los árboles; que hubiesen encontrado el arte de moler el trigo y de poner la uva en fermentación, cosas todas que les ha sido necesario suponer enseñadas por los dioses, no pudiendo concebir cómo han podido aprenderlas por sí mismos. ¿Cuál sería, según esto, el hombre bastante insensato para atormentarse con el cultivo de un campo, que sería despojado por el primero que llegase, hombre o bruto, a quien conviniera la mies? ¿Y cómo podrá resolverse cada cual a pasar su vida en penoso trabajo, tanto más seguro de no recibir el precio cuanto más necesario le sea? En una palabra, ¿cómo podrá esta situación traer a los hombres al cultivo de la tierra, si no es por medio de su reparto entre ellos, esto es, cuando desaparece el estado de naturaleza?

Aunque quisiéramos suponer un hombre salvaje tan hábil en el arte de pensar como son nuestros filósofos; aunque hiciéramos, a ejemplo suyo, de aquél un filósofo que por sí descubriese las más sublimes verdades, exponiendo, mediante series de razonamientos muy abstractos, máximas de justicia y de razón, deducidas de1 amor al orden en general o de la voluntad conocida del Creador; en una palabra, aunque le supusiéramos en el espíritu tanta inteligencia y tantas luces como pesadez y estupidez debe tener y se le hallan, en efecto, ¿qué utilidad sacaría la especie de toda esta metafísica que no podría comunicarse y que perecería con el individuo que la habría inventado? ¿Qué progreso podría hacer el género humano esparcido en el bosque entre los animales? ¿Y hasta qué punto podrían perfeccionarse e ilustrarse mutuamente hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad alguna el uno del otro, se encontrarían probablemente un par de veces en su vida, sin conocerse y sin hablarse?

Obsérvese cuántas ideas debemos al uso de la palabra, cómo la palabra ejerce y facilita las funciones del espíritu y piénsese en las inconcebibles penas y en el tiempo infinito que ha debido de costar la primera invención de las lenguas; únanse estas reflexiones a las anteriores, y se juzgará cuántos millones de siglos han debido de necesitarse para desenvolver sucesivamente en el espíritu humano la operación de que era capaz.

Séame permitido considerar un momento las dificultades del origen de las lenguas. Podría contentarme con citar o repetir aquí las investigaciones que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, las cuales confirman plenamente mi opinión y que acaso me han sugerido la primera idea. Pero la manera que tiene este filósofo de resolver las dificultades que se presenta a si mismo, sobre el origen de los signos instituidos, demuestra que ha supuesto lo que yo pongo a discusión, a saber: cierta especie de sociedad ya establecida entre los inventores del lenguaje; por lo que creo que, remitiéndome a sus consideraciones, debo añadir las mías para exponer las mismas dificultades con la claridad que conviene a mi objeto. La primera que presento es el imaginar cómo las lenguas pudieron hacerse necesarias, porque no teniendo los hombres correspondencia alguna entre sí, ni necesidad de tenerla, no se concibe la necesidad de esta invención ni su posibilidad, si es que no fue indispensable. Diré también, como otros muchos, que las lenguas han nacido en el comercio doméstico de los padres, las madres y los hijos; pero, además de que esto no resolvería las objeciones, sería incurrir en la falta de los que, razonando sobre el estado de naturaleza y trasladando a ésta, ideas tomadas en la sociedad, siempre ven a la familia reunida en una misma habitación, y a sus miembros guardando entre ellos unión tan íntima y permanente como entre nosotros, donde tantos intereses comunes los reúnen; mientras que en este primitivo estado, no teniendo ni casa, ni cabañas, ni propiedad de ninguna especie, cada uno se alojaba al acaso, y con frecuencia para una sola noche: los varones y las hembras se unían fortuitamente según su encuentro, la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuera intérprete muy necesario de las cosas que hubieran de decirse, y hasta se apartaban con la misma facilidad.

La madre amamantaba, al principio, a sus hijos por su propia necesidad; después, queriéndolos por hábito, los alimentaba; tan pronto como adquirían fuerza para buscarse su sustento, aquéllos abandonaban a la madre, y como allí no había otro medio de encontrarse que él de no perderse de vista, pronto llegaban a no conocerse unos a otros. Observad, además, que teniendo el niño todas sus necesidades por explicar, y, por consiguiente, más cosas que decir a la madre que la madre al niño; éste es quien debía hacer los mayores esfuerzos de invención; de manera que la lengua que él empleaba debía ser en gran parte su propia obra; lo cual multiplica las lenguas tanto como individuos hay para hablar, a lo que contribuye todavía más la vida errante y vagabunda, que no deja a idioma alguno tiempo para adquirir consistencia. Porque decir que la madre dicta al hijo las palabras de que deberá servirse para pedirle una cosa, es manifestar cómo se enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseñar cómo se forman éstas.

Supongamos vencida esta primera dificultad; crucemos por un momento el inmenso espacio que debió de encontrarse entre el puro estado de naturaleza y la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias, cómo pudieron comenzar a establecerse. Nueva dificultad, peor aún que la precedente, porque si los hombres tienen necesidad de la palabra para aprender a pensar, han tenido aún mayor necesidad de saber pensar para encontrar el arte de la palabra; y después de comprender cómo el sonido de la voz ha sido tomado por interpretación convencional de nuestras ideas, quedaría siempre por saber cuáles han podido ser los medios de interpretar las ideas que, no teniendo objeto sensible, no podían indicarse ni por el gesto ni por la voz; de suerte que apenas se pueden formar conjeturas admisibles acerca del nacimiento de este arte de comunicar sus pensamientos y establecer comercio entre sus espíritus. Arte sublime que está ya muy lejano de su origen; pero que el filósofo ve aún a tan prodigiosa distancia de su perfección, que no hay hombre bastante atrevido para afirmar que ésta llegará algún día, aunque las revoluciones que el tiempo trae necesariamente fuesen suspendidas en favor suyo, y los prejuicios saliesen de las academias o se callasen ante ellas, para que éstas pudieran ocuparse de este espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción.

El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, el más enérgico, el único de que hubo necesidad antes de que fuese preciso persuadir a hombres reunidos, es el grito de la naturaleza. Como este grito era arrancado por una especie de instinto en ocasiones forzosas, para implorar socorro en los grandes peligros o alivio en los males violentos, no era de uso frecuente en el curso ordinario de la vida, donde reinan sentimientos más moderados.

Cuando las ideas de los hombres comenzaron a extenderse y a multiplicarse, y se estableció entre ellos comunicación más estrecha, buscaron signos más numerosos y un lenguaje más extenso. Multiplicaron las inflexiones de la voz y añadieron los gestos que por su naturaleza son más expresivos, y cuyo sentido depende menos de una determinación anterior. Expresaban, pues, los objetos visibles y móviles por gestos, y aquellos que hieren el oído, por sonidos imitativos; pero como el gesto no indica apenas más que los objetos presentes o fáciles de describir y las acciones visibles, no siendo de uso universal, porque la oscuridad o la interposición de un cuerpo lo hacen inútil, y, como más exige atención que la excita, se imaginó, por fin, sustituirlo con articulaciones de la voz, las cuales, sin tener la misma relación con ciertas ideas, son más a propósito para representarlas todas como signos instituidos; sustitución que no pudo hacerse más que de común consentimiento y de manera demasiado difícil de concebir en sí misma, porque este acuerdo unánime debió de ser motivado, y la palabra parece haber sido harto necesaria para establecer el uso de la palabra.

Debe comprenderse que las primeras palabras de que los hombres hicieron uso tuvieron en su espíritu una significación mucho más extensa que las empleadas en lenguas ya formadas, y que ignorando la división de la oración en sus partes constitutivas, los hombres dieron a cada palabra el sentido de una proposición entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo y el verbo del nombre, cosa que no fue mediano esfuerzo de ingenio, los sustantivos no fueron más que nombres propios, el infinitivo el único tiempo de los verbos, en cuanto a los adjetivos, la noción no debió de desarrollarse sino muy difícilmente, porque todo adjetivo es una palabra abstracta, y las abstracciones son actos penosos y poco naturales.

Cada objeto recibió desde luego un nombre particular; sin consideración a los géneros y a las especies, que estos primeros fundadores no estaban en condiciones de distinguir; y todos los individuos se presentaron aislados a su espíritu, como lo estaban en el cuadro de la naturaleza. Si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues la primera idea que se obtiene de dos cosas es que ambas no son las mismas y a menudo se necesita mucho tiempo para observar lo que las dos tienen de común, de manera que cuanto más se limitan los conocimientos, más extenso se hace el diccionario. La dificultad de esta nomenclatura no pudo ser resuelta fácilmente, porque para colocar a los seres bajo denominaciones comunes y genéricas era menester conocer las propiedades y las diferencias, eran precisas observaciones y definiciones; es decir, la historia natural y la metafísica en grado mucho mayor que los hombres de aquel tiempo podían tener.

Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el espíritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las alcanza sino mediante proposiciones. Esta es una de las razones por las que los animales no sabrán formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfección que de ellas depende. Cuando un mono va sin vacilar de una nuez a otra, ¿se cree que tiene idea general de esta clase de fruto y que compara su arquetipo con estos dos individuos? Sin duda que no; pero la vista de una de estas nueces trae a su memoria las sensaciones que recibió de la otra, y sus ojos impresionados de cierta manera anuncian a su gusto la impresión que va a recibir. Toda idea general es puramente intelectual. Por poco que la imaginación intervenga, la idea se convierte en particular. Intentad trazaros la imagen de un árbol en general, y jamás lo conseguiréis; a pesar vuestro, será preciso verlo pequeño o grande, débil o frondoso, claro u oscuro; y si depende de vosotros ver sólo aquello que se halla en todo árbol, esta imagen no se parece ya a un árbol. Los seres puramente abstractos se ven de la misma manera, o no se conciben sino por el discurso. Sólo la definición del triángulo os da la verdadera idea de él; tan pronto como ós figuráis uno en vuestro espíritu, es un triángulo determinado, y no otro, y no podéis evitar hacer las líneas sensibles o el proyecto coloreado. Es preciso, por tanto, enunciar proposiciones, es preciso hablar para tener ideas generales, por que tan pronto como la imaginación se detiene, el espíritu no sigue con ayuda del discurso. Si, pues, los primeros inventores no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya tenían, se deduce qué los primeros sustantivos no han podido ser nunca otra cosa que nombres propios.

Pero luego que, por medios que desconozco, nuestros nuevos gramáticos comenzaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia de los inventores debió de sujetar este método a límites muy estrechos, y así como habían multiplicado al principio los nombres de individuos por no conocer los géneros y las especies, hicieron después pocas especies y géneros por no saber considerar a los seres en todas sus diferencias. Para llevar esas divisiones bastante lejos, fueron precisas más experiencia e ilustración que las que podían tener, y mayores investigaciones y trabajos que los que podían emplear. Luego, si aún hoy se descubren cada día nuevas especies, que hasta ahora habían escapado a la observación, considérese cuánto debió de ocultarse a hombres que sólo juzgaban las cosas por su primer aspecto. En cuanto a las clases primitivas, a las nociones más generales, inútil es añadir que con mayor razón les fueron desconocidas. ¿Cómo, verbigracia, habrían imaginado o entendido las palabras materia, espíritu, sustancia, modo, figura, movimiento, si nuestros filósofos, que desde hace tanto tiempo se sirven de ellas, con dificultad las entienden? Además, las ideas que esas palabras encierran, por ser puramente metafísicas, no tienen en la naturaleza modelo alguno de donde pudieran haberse tomado.

Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan aquí su lectura para considerar, a partir solamente de la invención de los sustantivos físicos, es decir, de la parte de la lengua más fácil de encontrar, el camino que queda aún por recorrer para expresar todos los pensamientos del hombre, para tomar forma constante, poder ser hablada en público e influir en la sociedad. Les suplico también reflexionen en el tiempo y conocimientos que han sido precisos para hallar los números, las palabras abstractas, los aoristos y todos los tiempos de los verbos, las partículas, la sintaxis, ligar las oraciones, los razonamientos y formar toda la lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las dificultades que se multiplican, y convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo al que quiera emprenderla la discusión de este difícil problema: si ha sido más necesaria la sociedad ya formada para la institución de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para el establecimiento de la sociedad.

Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve al menos el escaso cuidado que la naturaleza se tomó en unir a los hombres por medio de mutuas necesidades y de facilitarles el uso de la palabra; lo poco que ha preparado su sociabilidad y lo poco que ha supuesto de su parte en todo lo que aquéllos han hecho para establecer los vínculos. En efecto, es imposible imaginar por qué en esta situación primitiva tendría un hombre necesidad de otro hombre en mayor grado que un lobo o un mono la tienen de su semejante; ni, supuesta esta necesidad; por qué razón podría prestarse el otro hombre a los deseos del primero; ni aun en este caso, como podrían convenir entre ellos sus condiciones. De sobra sé que se repite sin cesar que nada hubo tan miserable como el hombre en ese estado; y si es cierto, como creo haberlo demostrado, que solamente después de muchos siglos pudo tener deseo y ocasión de salir de él, ello sería motivo para entablar un proceso contra la naturaleza, y no contra aquel a quien de tal modo había ella misma destituido.

Pero, si interpreto bien el término miserable, comprendo que es un vocablo que no tiene sentido alguno, o que no significa más que la privación dolorosa y el sufrimiento del cuerpo o del alma, y entonces querré que se me explique cuál pudo ser el género de miseria de un ser libre con la paz en el corazón y el cuerpo en perfecta salud. Entonces pregunto: de la vida civil o natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse en insoportable para los que disfrutan de aquéllas? No vemos en derredor de nosotros casi otra cosa que gentes que se lamentan de su existencia, muchos que en cuanto pueden hasta se privan de ella, no bastando la unión de las leyes divina y humana para poner término a este desorden. Pregunto si en tiempo alguno se ha oído decir que un salvaje en libertad haya siquiera intentado quejarse de la vida y darse muerte. Júzguese, pues, con menos orgullo, de qué lado está la verdadera miseria. Por el contrario, nada hubiera sido tan miserable como el hombre salvaje desvanecido por las luces intelectuales, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado distinto del suyo. Por sabia providencia, las facultades que tenía en potencia no debían desarrollarse sino con las ocasiones de ejercerlas, para que no le resultasen superfluas y de pesada carga antes de tiempo, ni tardías e inútiles en la ocasión oportuna. Con solo el instinto tenía cuanto necesitaba para vivir en el estado de naturaleza; y con la razón cultivada no tiene más que lo necesario para vivir en sociedad.

Desde luego parece que no teniendo los hombres en este estado manera alguna de relación moral, ni de deberes conocidos, no podían ser buenos ni malos, y no tenían vicios ni virtudes; a menos que, tomando estas palabras en sentido físico, llamemos vicios en el individuo a las cualidades que pueden perjudicar a su propia conservación, y virtudes a las que pueden favorecerla, en cuyo caso sería preciso calificar de más virtuoso al que menos resistiera los impulsos de la naturaleza. Pero, sin separarnos del sentido ordinario, es oportuno suspender el juicio que podríamos formar sobre semejante situación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, con la balanza en la mano, hayamos examinado si existen más virtudes que vicios entre los hombres civilizados, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos son sus vicios o si el progreso de sus conocimientos es indemnización suficiente de los males que mutuamente se hacen a medida que se enteran del bien que deben hacerse; o si no se hallarían en situación más feliz con no tener ni mal que temer ni bien que esperar de nadie, por estar sometidos a una dependencia universal y con obligarse a recibirlo todo de aquellos que no se obligan a darles nada.

Sobre todo, no vamos a deducir, con Hobbes, que, por no tener el hombre ninguna idea del bien, fue naturalmente malo; que fue vicioso porque no conocía la virtud; que negó siempre a sus semejantes los servicios que no creía deberles, y que en virtud del derecho que con razón se atribuía a las cosas que necesitaba, vanamente se consideraba como dueño único de todo el universo. Hobbes ha comprendido perfectamente el vacío que dejan todas las modernas definiciones del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido que no es menos falso. Razonando sobre los principios que establece, debía decir este autor que siendo el estado de naturaleza aquel con el cual nuestra conservación es el cuidado menos dañoso a los demás, era, por consiguiente, el más apropiado a la paz y el más conveniente al género humano. Mas dice precisamente lo contrario, por haber incluido fuera de lugar, en el deber de conservación del hombre salvaje, la necesidad de satisfacer multitud de pasiones que son obra de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. El malo, dice, es un niño fuerte: falta saber si el salvaje es un niño fuerte. Aunque así se aceptase, ¿qué se deduciría? Que, siendo fuerte este hombre, era tan dependiente de los otros como siendo débil y no habría clase de exceso que no cometiera; que pegaría a su madre cuando tardase en darle de mamar; que estrangularía a un hermano cuando se incomodase; que mordería la pierna a otro cuando le interrumpiese o molestase. Pero en el estado de naturaleza son supuestos contradictorios ser fuerte y dependiente; y el hombre es débil cuando está sometido a dependencia, y de ahí que para ser fuerte se emancipe. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades, como él mismo reconoce. De manera que podría decirse de los salvajes que no son malos precisamente porque no saben lo que es ser bueno; ya que no es el progreso de la ilustración ni el freno de la ley, sino la calma de las pasiones y la ignorancia del vicio lo que les impide hacer mal: tanto plus in illis proficir vitiorum ignoratio, qum in his cognitio virtutis. Hay, además, otro principio que Hobbes no ha visto: que habiendo sido dada al hombre, para suavizar sus determinadas circunstancias, la fiereza de su amor propio, o el deseo de conservarse, antes del nacimiento de ese amor, templa el ardor que tiene hacia su bienestar por medio de la repugnancia innata a ver sufrir a su semejante. Creo que no debo temer contradicción alguna si concedo al hombre la única virtud natural que haya sido obligado a reconocer el más obstinado detractor de las virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición conveniente a seres tan débiles y sujetos a tantos males como nosotros somos; virtud tanto más universal y útil al hombre cuanto que precede en él al empleo de toda reflexión, y tan natural que los mismos brutos dan de ella algunas veces señales evidentes. Sin hablar de la ternura de las madres para con sus hijos y los peligros que arrostran para protegerlos, se observa todos los días la repugnancia que los caballos tienen para pisotear un cuerpo vivo, un animal no pasa sin inquietud cerca de un animal de su especie muerto; hay algunos que hasta les dan cierta especie de sepultura; los tristes mugidos del ganado al entrar en el matadero anuncian la impresión que recibe ante el horrible espectáculo que le hiere. Con placer vemos cómo el autor de la Fábula de las abejas1 reconoce al hombre como ser compasivo y sensible, saliendo, en el ejemplo que da, de su estilo frío y sutil para ofrecernos la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera una bestia feroz arrancando a un niño del seno de su madre, rompiendo con sus mortíferos dientes los débiles miembros y desgarrando con sus uñas las palpitantes entrañas del niño. ¿Qué espantosa agitación no experimenta este testigo de un suceso en el cual no tiene personal interés? ¡Qué angustias no sufre viendo lo que ve, por no poder llevar algún socorro a la desmayada madre ni al expirante niño!

Tal es el puro impulso de la naturaleza anterior a toda reflexión; tal es la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más depravadas difícilmente pueden destruir, puesto que se ve todos los días en nuestros espectáculos enternecerse y llorar ante las desdichas de un desventurado que, si se encontrara en lugar del tirano, sin duda agravaría los tormentos de su enemigo; semejante al sanguinario Sila, tan sensible a los males que él no había causado, o a Alejandro de Piro, que no se atrevía a asistir a la representación de tragedia alguna por miedo a que le vieran llorar con Andrómaca y Príamo, mientras que oía sin emoción los gritos de tantos ciudadanos degollados todos los días por orden suya.

Mollissima corda

Humano generi dare se natura fatetur,

Quae lacrimas dedit

Mandeville ha comprendido perfectamente que, con toda su moral, los hombres no hubieran sido nunca más que monstruos si la naturaleza no les hubiera dado la piedad en apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta única condición derivan todas las virtudes sociales que quiere disputar a los hombres. En efecto, ¿qué son la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables o a la especie humana en general? Bien miradas, la benevolencia y la misma amistad, ¿son otra cosa que productos de una piedad constante, fija sobre un objeto particular, puesto que desear que alguno no sufra es desear que sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la conmiseración no es más que un sentimiento que nos coloca en el lugar del que sufre, sentimiento oscuro y vivo en el hombre salvaje, desenvuelto pero más débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esta idea a la verdad de lo que digo, sino para darle más fuerza? En efecto, la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más se identifique el animal espectador con el animal paciente; luego es evidente que esta identificación ha debido de ser infinitamente más estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de raciocinio. La razón engendra el amor propio, y la reflexión lo fortifica. La razón concentra al hombre en sí mismo, le separa de todo lo que le fatiga y le aflige.

La filosofía le aísla; gracias a ella puede decir en secreto, ante un hombre que sufre: "Perece si quieres; yo estoy en lugar seguro". Solamente los peligros de la sociedad entera perturban el tranquilo sueño del filósofo y le arrancan de su lecho. Se puede impunemente ahogar bajo su ventana a un semejante suyo; no tiene más que poner las manos sobre sus oídos y argumentarse un poco, para impedir a la naturaleza que en él se subleva que lo identifique con el que asesinan. El hombre salvaje no tiene ese admirable talento; y falto de sabiduría y de razón, siempre se le ve entregarse aturdidamente al sentimiento primero de humanidad. En los motines, en las contiendas de las calles, el pueblo se reúne, el hombre prudente se aparta; la canalla, las mujeres de los mercados, son las que separan a los combatientes, las que impiden a los hombres decentes su mutuo exterminio.2

Efectivamente; resulta que la piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo la actividad del amor propio, concurre a la conservación mutua de toda la especie. La piedad nos lleva sin reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir, y en el estado de naturaleza sirve también de ley, de costumbre y de virtud, con la ventaja de que nadie intenta desobedecer a su dulce voz. La piedad impedirá al robusto salvaje quitar al débil niño o al viejo enfermo la subsistencia adquirida con trabajo, si espera hallar la suya en otro lado. La piedad inspira a todos los hombres, en lugar de esta máxima sublime de justicia razonada: "Haz a los demás lo que tú quisieras para ti", esta otra máxima de bondad natural, mucho menos perfecta, pero quizá más útil que la anterior: "Haz tu bien con el menor daño que te sea posible para otro". En una palabra, en este sentimiento natural, mejor que en sutiles argumentos, es preciso buscar el motivo de la repugnancia que todo hombre experimenta para obrar mal, aun con independencia de las máximas de educación. Aunque pueda corresponder a Sócrates y a los ingenios de su temple la adquisición de la virtud por la razón, hace mucho tiempo que el género humano no existiría si su conservación hubiera dependido solamente de los razonamientos de los que lo componen.

Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, más bien pendencieros que malos, y más atentos a ponerse a cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacerlo a otros, no estaban sujetos a peligrosas contiendas. Como no tenían entre sí especie alguna de comercio, ni conocían, por consiguiente, la vanidad, la consideración, la estima y el desprecio, ni tenían la menor noción de lo tuyo y lo mío, ni verdadera idea de la justicia: como miraban las violencias que podían sufrir como cosa fácil de reparar, y no por injuria que es preciso castigar, y como no pensaban en la venganza a no ser quizá maquinalmente y en seguida como el perro muerde la piedra que se le tira, sus disputas rara vez hubieran tenido consecuencias sangrientas, a no ser por algo más importante que el pasto de sus ganados, pero veo algo más peligroso y de lo cual voy a hablar.

Entre las pasiones que agitan el corazón del hombre, hay una ardiente, impetuosa, que hace necesario un sexo al otro; pasión terrible que desafía todos los peligros, vence todos los obstáculos, y en sus furores parece más propia para la destrucción que para la conservación del género humano a que está destinada. ¿Qué llegarían a ser los hombres, presa de esta rabia desenfrenada, sin pudor, sin continencia, y disputándose cada día sus amores a costa de su sangre?

Es preciso convenir, desde luego, en que cuanto más violentas son las pasiones, más necesarias son las leyes para contenerlas; pero aparte de que los desórdenes y los crímenes que aquéllas causan nos enseñan demasiado acerca de la insuficiencia de las leyes sobre el particular, bueno sería también examinar si estos desórdenes no han nacido con las leyes mismas, porque entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que se podía exigir de ellos sería la corrección de un mal que sin las leyes no hubiera existido.

Empecemos por distinguir lo moral de lo físico en el sentimiento del amor. Lo físico es ese deseo general que lleva un sexo a la unión con el otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente sobre un objeto, o que por lo menos le da para ese objeto preferido mayor grado de energía. Ahora bien: resulta fácil ver cómo la moral del amor es un sentimiento ficticio, nacido del uso de la sociedad, y elogiado por las mujeres con mucha habilidad y deseo de establecer su imperio y convertir en dominante el sexo que debía obedecer. Estando fundado este sentimiento en ciertas nociones del mérito y de la belleza, que un salvaje no se halla en situación de tener, así como en comparaciones que no puede efectuar, debe de ser para él casi nulo. Porque como su espíritu no ha podido formarse ideas abstractas de regularidad y de proporción, su corazón no es en modo alguno susceptible de sentimientos de admiración y de amor, sentimientos que, aun sin advertirse, nacen de la aplicación de estas ideas: únicamente escucha el temperamento recibido de la naturaleza, y, no teniendo aficiones que no ha podido adquirir, cualquier mujer le parece buena.

Limitados a lo físico del amor y bastante afortunados para ignorar estas preferencias que irritan los sentimientos y aumentan las dificultades, los hombres debían sentir con menor frecuencia los ardores del temperamento, y, por consiguiente, las disputas entre ellos serían menos frecuentes y menos crueles. La imaginación, que tantos estragos produce entre nosotros, nada dice a corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, y a ellos se entrega sin elección, con mayor placer que pasión, y satisfecha la necesidad, el deseo se extingue por completo.

Por consiguiente, es cosa fuera de duda que el mismo amor, como las demás pasiones, sólo en la sociedad ha adquirido ese impetuoso ardor qué tan frecuentemente le hace funesto a los hombres, y es tanto más ridículo representar a los salvajes como destrozándose entre ellos sin cesar por satisfacer su brutalidad, cuanto que esta opinión es directamente contraria a la experiencia. Los caribes, por ejemplo, pueblo entre todos los existentes que menos se ha separado del estado de naturaleza, son precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos a los celos, aunque viven en un clima abrasador que parece dar siempre a las pasiones mayor actividad.

Con respecto a las inducciones que podrían sacarse de muchas especies de animales, de los combates de los machos que ensangrientan en todo tiempo nuestros corrales, y que hacen resonar en primavera nuestros bosques con sus gritos al disputarse la hembra, es preciso empezar por excluir todas las especies en las que la naturaleza ha establecido evidentemente relaciones distintas que entre nosotros. Así, las peleas de los gallos no constituyen una inducción para la especie humana. En aquellas especies donde la proporción es menos observada, estos combates no pueden tener otra causa que la escasez de hembras en relación con los machos, o los intervalos exclusivos durante los cuales la hembra rehúsa constantemente la aproximación del macho, lo que conduce a la primera causa. Porque si cada hembra, verbigracia, no tolera al macho más que durante dos meses al año, es lo mismo que si el número de hembras se redujese en cinco sextos. Mas ninguno de estos dos casos es aplicable a la especie humana, en la cual el número de sus hembras generalmente excede al de varones, sin que se haya observado nunca, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en otras especies, épocas de calor y de exclusión. Además, entre muchos animales, toda la especie entra a la vez en efervescencia y llega un momento terrible de común ardor, de tumulto, de desorden y de combate, momento que no se produce en la especie humana, donde el amor no es periódico. No se puede, por tanto, deducir de los combates de ciertos animales por la posesión de sus hembras que lo mismo sucedería al hombre en estado de naturaleza.

Y aunque se pudiera deducir esa conclusión, como estas discordias no destruyen las otras especies, se debe pensar al menos que serían menos funestas a la nuestra, y es de creer que causarían menor estrago que el producido en nuestra sociedad, sobre todo en los países donde las costumbres se tienen todavía por algo, por los celos de los amantes y la venganza de los esposos, ocasiones diarias de desafíos, muertes y cosas peores, sociedad en la cual el deber de eterna fidelidad no sirve mas que para originar adulterios y donde las leyes de continencia y del honor extienden necesariamente la perversión y multiplican los abortos.

Concluyamos que, errante en las selvas, sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin vínculos, sin necesidad alguna de sus semejantes, como sin deseo alguno de perjudicarlos, quizá sin conocer a ninguno individualmente, el hombre salvaje, sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, no tenía más que los sentimientos y las luces propios de este estado, ni sentía más que sus verdaderas necesidades, ni miraba más que aquello que creía tener necesidad de ver; su inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por acaso hacía algún descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni aun a sus hijos conocía. Perecía el arte con el inventor; no había educación ni progreso, y las generaciones se multiplicaban inútilmente; partiendo cada una del mismo punto, deslizábanse los siglos con toda la tosquedad de las primeras edades, la especie era ya vieja y el hombre seguía siendo siempre niño.

Si me he ocupado tan extensamente sobre la suposición de esta condición primitiva es porque, existiendo antiguos errores y prejuicios inveterados que destruir, he creído que debía ahondar hasta la raíz y enseñar, en el cuadro de la naturaleza, cómo la desigualdad incluso natural está lejos de tener en ese estado tanta realidad e influencia como pretenden nuestros escritores.

En efecto, es fácil observar cómo entre las diferencias que distinguen a los hombres, pasan por naturales muchas que únicamente son obra del hábito y de los diversos géneros de vida que los hombres adoptan en la sociedad. Así, en un temperamento robusto o delicado, la fuerza o la debilidad que a cada uno corresponde, con mayor frecuencia viene de la manera dura o afeminada en que se ha vivido, más bien que de la primitiva constitución del cuerpo.

Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente la educación establece diferencias entre los espíritus cultivados y aquellos que no lo están; pero aumenta la que se halla entre los primeros en proporción de la cultura, porque si un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten uno y otro dará nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se compara la diversidad prodigiosa de educación y de géneros de vida que reina en los diferentes órdenes del estado civil con la sencillez y uniformidad de la vida animal y salvaje, donde todos se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen exactamente las mismas cosas, se comprenderá cuánto menor debe de ser la diferencia de hombre a hombre en el estado de naturaleza que en el de sociedad y cuánto debe de aumentar en la especie humana la desigualdad natural por la desigualdad de institución.

Pero, aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus dones tantas preferencias como se pretende, ¿qué ventajas obtendrían los favorecidos en perjuicio de los demás en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos? Donde no hay amor, ¿de qué servirá la belleza? ¿De qué servirá el ingenio a personas que no hablan, y de qué la astucia a personas que no tienen negocios? Oigo a menudo decir y aun repetir que los más fuertes oprimirán a los débiles; pero quiero que se me explique lo que se quiere decir con la palabra opresión. Unos dominarán con violencia, otros gemirán esclavizados a sus caprichos: he ahí precisamente lo que observo entre nosotros; pero no veo que esto pueda decirse de los hombres salvajes, a los que habría costado mucho trabajo hacer comprender lo que es servidumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse de los frutos que otro ha recogido, del jabalí que ha matado, de la caverna que le sirve de asilo; pero ¿cómo llegará nunca al fin de hacerse obedecer, cuáles podrán ser las cadenas de dependencia entre hombres que nada poseen? Si se me echa de un árbol, tengo libertad para irme a otro; si se me atormenta en un lugar, ¿quién me impedirá ir a otra parte? ¿Se halla un hombre de fuerza muy superior a la mía, y además bastante depravado, bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia, mientras que él permanece ocioso? Es preciso que se resuelva a no perderme de vista un solo instante, a tenerme atado cuidadosamente durante su sueño, por miedo de que me escape o le mate; es decir, que está obligado a exponerse voluntariamente a pena mucho mayor que la que intenta evitar y la que a mí mismo me da. Después de esto, ¿se afloja un momento su vigilancia? ¿Le hace volver la cabeza un ruido imprevisto? Doy veinte pasos en la selva; mis cadenas están rotas y no me vuelve a ver en su vida.

Sin prolongar inútilmente estos detalles, cada uno debe ver que estando los vínculos de la servidumbre formados por la dependencia mutua de los hombres y de las recíprocas necesidades que los unen, es imposible esclavizar a un hombre sin haberle puesto de antemano en el caso de no poder prescindir de otro, situación que, por no existir en el estado de naturaleza, deja allí a cada uno libre del yugo y hace vana la ley del más fuerte.

Después de haber demostrado que la desigualdad apenas es sensible en el estado de naturaleza, y que su influencia es allí casi nula, me queda por demostrar su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu humano. Después de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y demás facultades que el hombre natural había recibido en potencia no podían nunca desenvolverse por sí mismas, que tenían necesidad para esto del concurso fortuito de muchas causas extrañas que podían no nacer jamás y sin las cuales hubiera permanecido eternamente en su condición primitiva, me falta por considerar y reunir los diferentes casos fortuitos que han podido perfeccionar la razón humana y han deteriorado la especie, producir un ser malo haciéndolo sociable y en un término más remoto conducir por fin al hombre y al mundo al punto donde nosotros vamos.

Confieso que habiendo podido acaecer de muchas maneras los sucesos que tengo que describir, no puedo determinar la elección sino por conjeturas; pero aparte de que estas conjeturas se convierten en razones, aunque son las más probables que se pueden deducir de la naturaleza de las cosas, y los únicos medios que se pueden tener para descubrir la verdad, las consecuencias que voy a deducir de las mías no serán, sin embargo, conjeturas, porque sobre los principios que acabo de establecer no se sabría formar otro sistema que no produjera los mismos resultados y del que yo pudiera deducir las mismas conclusiones.

Esto me dispensará de extender mis consideraciones acerca de la manera como ese lapso compensa la poca verosimilitud de los acontecimientos; sobre el sorprendente poder de causas ligerísimas cuando obran sin interrupción; sobre la imposibilidad en que se está de destruir ciertas hipótesis de una parte, si de otra no se está en situación de darles el grado de certeza de los hechos, sobre que siendo dados dos hechos como verdaderos para unirse por medio de hechos intermedios, desconocidos o considerados como tales, incumbe a la historia, cuando la hay, dar esos hechos que los enlazan, y que, a falta de ésta, la filosofía determina los hechos semejantes que pueden unirlos; por último, sobre que, en materia de acontecimientos, la semejanza reduce los hechos a un número de clases mucho más pequeño de lo que se cree. Me basta con presentar estas materias a la consideración de mis jueces; me basta con haber hecho de manera que los lectores vulgares no hayan tenido necesidad de meditarlos.

1 Mandeville, médico holandés establecido en Inglaterra, que falleció en 1733. La Fábula de las abejas fue publicada en Londres en 1723, en inglés. La traducción francesa, impresa también en Londres, es de 1740. En dicha obra, Mandeville sostiene que el lujo y los vicios de los particulares se truecan en bien y en ventajas de la sociedad.

2 En el libro VIII de sus Confesiones, Rousseau nos hace saber que ese retrato del filósofo que trata de convencerse taponándose los oídos es obra de Diderot. Acusa a éste en el citado texto de "haber abusado de su confianza para dar a sus escritos ese tono duro y ese aspecto de negrura que dejaron de tener en cuanto Diderot cesó de dirigirlo"


Segunda parte

El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío", y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: "¡Guardaos de escuchar a ese impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!" Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las cosas al extremo de no poder ya perdurar tales como eran; porque esta idea de propiedad, como depende de muchas ideas anteriores que no han podido nacer sino sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano. Fue menester progresar mucho, adquirir industria e ilustración, transmitirlas y aumentarlas de edad en edad antes de llegar a ese último término del estado de naturaleza. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y tratemos de reunir bajo un aspecto único la lenta sucesión de sucesos y de conocimientos de un orden más natural.

El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todos los auxilios necesarios a cuyo uso le llevaba el instinto. El hambre, otros apetitos, le hacían experimentar a su tiempo diversas maneras de existir, y así tuvo una que le invitó a propagar su especie y este ciego pensamiento, desprovisto del sentimiento del corazón, no producía sino un acto puramente animal. Satisfecho el deseo, los dos sexos no se conocían más, y el mismo hijo nada era para la madre tan pronto como podía prescindir de ella.

Tal fue la condición del hombre naciente; tal fue la vida de un animal, limitado desde luego a simples sensaciones, aprovechándose apenas de los dones que la naturaleza le ofrecía, lejos de arrancarle cosa alguna. Mas pronto se presentaron dificultades, y entonces fue preciso aprender a vencerlas: la altura de los árboles que le impedía llegar hasta sus frutos, la competencia de animales que buscaban también en ellos su alimento, la fiereza de aquellos que para alimentarse querían su misma vida, todo obligó al hombre a experimentarse en los ejercicios del cuerpo; necesitó hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las ramas de los árboles y las piedras como armas naturales se hallaron muy pronto al alcance de su mano. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los demás hombres la subsistencia y a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.

A medida que iba extendiéndose el género humano, los trabajos se multiplicaron juntamente con los hombres. La diferencia de terrenos, de climas y de estaciones pudo obligarles a tenerla también en cuenta en su manera de vivir. Los años estériles, los inviernos prolongados y rudos, los abrasadores veranos que todo lo consumen, exigieron de ellos nueva industria. En las costas del mar y en las riberas fueron inventados los sedales y anzuelos, llegando de este modo a ser pescadores e ictiófagos. Hicieron en las selvas arcos y flechas, y se convirtieron en cazadores y en guerreros. Con las pieles de animales muertos a sus manos, se cubrieron en los países fríos. Un volcán, el rayo, cualquier feliz casualidad les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; así aprendieron a conservar este elemento, a reproducirlo después y, por último, a asar en él las carnes que antes devoraban crudas.

Esta aplicación reiterada de los diversos seres a sí mismos y de los unos hacia los otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Estas relaciones que expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso, atrevido, y otras semejantes ideas, comparadas por necesidad y casi sin pensar en ello, produjeron al fin en el hombre cierta especie de reflexión, o mejor, una prudencia maquinal que le indicaba las precauciones más necesarias para su seguridad.

Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad sobre los demás animales, dándosela a conocer. Ejercitóse en armarles cepos, los engañó de mil maneras, y aunque muchos le aventajaban en fuerza en la pelea o rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o perjudicarle llegó a ser, con el tiempo, de los unos dueño, y azote de los otros. Por esto, la primera mirada que puso en sí mismo produjo su primer movimiento de orgullo; por esto, acertando apenas a distinguir las jerarquías y considerándose el primero por su especie, se preparaba de lejos a intentar ser también el primero como individuo.

Aunque sus semejantes no fuesen para él lo que son para nosotros, y aunque no tuvo más comercio con ellos que con los restantes animales, aquéllos no estuvieron olvidados en sus observaciones. Las analogías que pudo el tiempo hacerle percibir entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar de aquellas que no percibía; y al ver que todos procedían como él había hecho en iguales circunstancias, dedujo que aquella manera de pensar y de sentir estaba enteramente conforme con la suya; una vez establecida esta importante verdad en su espíritu, le hizo seguir, por presentimiento tan seguro y más rápido que la dialéctica, las mejores reglas de conducta que en su provecho y seguridad le convenía guardar para con ellos.

Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, hallóse en situación de distinguir las pocas ocasiones en que, por común interés, debía contar con la existencia de sus semejantes y aquellas aún menos frecuentes en que la competencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso, se unía con los demás en agrupación desordenada, o cuando más por alguna especie de asociación libre, que a nadie obligaba y que sólo duraba lo que la pasajera necesidad que la había formado. En el segundo, cada uno trataba de obtener su beneficio, a viva fuerza si creía poderlo así lograr, o por habilidad y astucia si se consideraba menos fuerte.

He aquí cómo los hombres pudieron adquirir insensiblemente alguna sumaria idea de los compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en tanto que podía exigirlo el interés presente y sensible, pues la previsión no era nada para ellos, y lejos de ocuparse de un porvenir remoto, ni aun pensaban en el mañana. Si se trataba de matar un ciervo, todos comprendían que para esto debían guardar fielmente su puesto; pero si acertaba a pasar una liebre al alcance de uno de ellos no hay que dudar que la perseguiría sin escrúpulo, y que después de alcanzar su presa no se cuidaría mucho de ocultarla a sus compañeros.

Fácil resulta así comprender que semejante comercio no exigía idioma mucho más escogido que el de las cornejas o el de los monos, que se agrupan poco más o menos lo mismo. Gritos inarticulados muchos gestos, algunos sonidos imitativos debieron de componer durante mucho tiempo la lengua universal, a la que uniendo en cada región algunos sonidos articulados y convencionales, de los que, según he dicho ya, no es muy fácil explicar la creación, se tuvieron idiomas particulares, pero groseros, imperfectos y tales como los que aún hoy tienen las naciones salvajes.

Recorro ahora con rapidez una multitud de siglos, obligado por el tiempo que se desliza, por la abundancia de las cosas que tengo que decir y por el progreso casi insensible de los principios; porque cuanto más lentos son los hechos en sucederse, más rápidos son de relatar.

Estos primeros progresos facilitaron al hombre otros inmediatos. Esclarecióse más el espíritu y más se perfeccionó la industria. Pronto, cesando de dormir en el primer árbol o de recogerse en la primera caverna, halló fuertes hachas de piedras duras y afiladas que le sirvieron para cortar leña, cavar la tierra, hacer barracas de ramaje que aprendió a endurecer con arcilla y barro. Ésta fue la época de la primera evolución, que dio por resultado el establecimiento y distinción de las familias y que introdujo cierta especie de propiedad, de donde quizá nacieron muchas querellas y combates. Sin embargo, como los más fuertes fueron probablemente los primeros en construir para sí las viviendas que sentíanse capaces de defender, es de creer que los débiles hallarían más breve y seguro el imitarlos que intentar desposeerlos; y en cuanto a los que ya tenían chozas, poco deseo debieron de experimentar de apropiarse las de sus vecinos, no tanto porque no les pertenecían como por no necesitarlas, y porque no podían apoderarse de ellas sin exponerse a una lucha vigorosa con la familia ocupante.

Los primeros progresos del corazón fueron el efecto de una situación nueva que reunía en vivienda común varios maridos y mujeres, padres e hijos. La costumbre de vivir reunidos hizo nacer los sentimientos más agradables que existen en los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia vino a ser una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que la mutua adhesión y la libertad eran los únicos vínculos; y entonces fue sin duda cuando se estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, los cuales sólo una habían tenido hasta entonces. Pronto las mujeres fueron sedentarias y se acostumbraron a guardar la choza y los hijos, mientras que el hombre iba en busca de la subsistencia común. Así comenzaron los dos sexos, por medio de una vida algo más suave, a perder un poco de su rudeza y vigor; pero si cada uno separadamente llegó a ser menos apto para combatir las fieras, en cambio les fue más fácil reunirse para la común resistencia.

En este nuevo estado, con vida sencilla y solitaria necesidades limitadas, con instrumentos que habían inventado para proveer a ellas, los hombres gozaron de prolongados ocios, que emplearon en adquirir mayores especies de comodidad desconocidas a sus padres. Éste fue el primer día de sujeción y el primer origen de los males que prepararon para sus descendientes. Porque además de que continuaron viviendo así debilitando el cuerpo y el espíritu, estas comodidades perdieron por su repetición casi todo su agrado, y degeneraron al mismo tiempo en verdaderas necesidades, de manera que la privación llegó a ser mucho más cruel que dulce había sido la posesión, y sin hallar felicidad en poseerlas, en perderlas se hallaba la desgracia.

Se advierte algo mejor aquí cómo el uso de la palabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aún se puede deducir cómo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y apresurar el progreso, haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones y temblores de tierra rodearon de agua o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desunieron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres tan relacionados y obligados a vivir juntos debió de formarse un idioma común más pronto que entre aquellos que vagaban libremente en las selvas de tierra firme. Así es muy posible que, después de sus primeros ensayos de navegación, ciertos insulares hayan traído entre nosotros el uso de la palabra, y es por lo menos muy probable que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y allí se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente.

Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres, hasta aquí errantes en los bosques, habiendo tomado residencia más fija, se relacionan lentamente, se reúnen en diversos grupos, y forman por último en cada región una nación particular, unida por costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y alimentos y por la común influencia del clima. La vecindad constante no puede dejar de engendrar por fin alguna relación entre diversas familias. Jóvenes de diferente sexo habitan en cabañas vecinas, y el pasajero comercio que pide la naturaleza bien pronto trae consigo otro no menos dulce y permanente que el trato mutuo. Acostúmbranse a considerar diferentes objetos y a establecer comparaciones; se adquieren insensiblemente ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden prescindir ya de seguir viéndose. Un sentimiento tierno y suave va insinuándose en el alma, y ante la menor oposición conviértese en furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, la discordia triunfa y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.

A medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se extienden y los lazos se aprietan. Se hizo costumbre de reunirse delante de las cabañas o en derredor de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y de la ociosidad, llegaron a ser la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres ociosos y agrupados. Cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y a la estimación pública se le consideró como un premio. El que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o más elocuente llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por otra, la vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas nuevas levaduras produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia.

Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a estimarse mutuamente y la idea de consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a ella, y no fue posible que impunemente faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía aun entre los salvajes, y de aquí que toda sinrazón voluntaria llegara a ser un ultraje, porque juntamente con el mal que resultaba de la injuria, el ofendido advertía el desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el mismo mal. He ahí como castigando cada uno el desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que de sí mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres, sanguinarios y crueles. Precisamente ahí vemos el grado a que llegan la mayoría de los pueblos salvajes que conocemos. Por no haber distinguido suficientemente las ideas, observando cuán lejos estaban ya los pueblos del primer estado de naturaleza, es por lo que muchos se han apresurado a deducir que el hombre es naturalmente cruel y que necesita una autoridad que le suavice, siendo así que nada hay más tranquilo que el hombre en su primitivo estado, cuando puesto por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre civilizado, y llevado por el instinto, la razón juntamente a prevenirse contra el mal que le amenaza, se siente cohibido por la piedad natural a hacer mal a nadie por causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque, según el axioma del sabio Locke, "no es posible que haya injuria en donde no hay propiedad".

Pero es preciso observar que, comenzada la sociedad y establecidas las relaciones entre los hombres, exigieron en ellos condiciones distintas de las que tenían por su constitución primitiva; que empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas, y siendo cada uno antes que hubiera leyes, el único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad conveniente en el genuino estado de naturaleza no era ya la que convenía a la naciente sociedad; que era necesario que los castigos fuesen más severos a medida que las ocasiones de ofender fueran más frecuentes; y que el miedo a las venganzas era el llamado a reemplazar a veces el freno de las leyes. Así, aunque los hombres hubiesen llegado a ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que mantenía un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la presuntuosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época más feliz y duradera.

Cuanto más se piensa en ello, mejor se comprende que ese estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre y que no ha debido salir de él sino por una fatal casualidad que, en bien de todos, no debió acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, comprobado precisamente por casi todos los observadores, parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer en aquella condición para siempre; que dicho estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, siéndolo, en efecto, pero hacia la decrepitud de la especie.

Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser su vestido de pieles con espinos o zarzas, a ponerse por adorno conchas o plumas, a pintarse el cuerpo de varios colores, a perfeccionar o embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras aguzadas canoas de pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no necesitaban del concurso de muchas manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices cuanto podían serlo por su naturaleza, y continuaron disfrutando entre ellos de comercio independiente. Pero desde el momento en que un hombre tuvo necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, irítrodújose la propiedad, fue indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas, que hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy pronto germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la miseria.

La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo descubrimiento produjo revolución tan grande. Para el poeta son el oro y la plata los que han civilizado a los hombres; pero para el filósofo son el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo que la civilización, trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran desconocidos para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo siempre. Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las razones principales de que haya sido Europa, si no más pronto, al menos más constantemente ordenada que las otras partes del mundo, es que, al mismo tiempo que abundante en hierro, es la más fértil en trigo.

Es muy difícil acertar a comprender cómo los hombres han llegado a conocer y emplear el hierro, porque no es creíble que hayan imaginado por sí mismos sacar la materia de la mina y darle la preparación necesaria para ponerla en fusión sin saber antes lo que resultaría de estos hechos. Por otra parte, tampoco se puede atribuir este descubrimiento a incendio accidental, puesto que las minas no se forman sino en lugares áridos y desnudos de árboles y plantas, pudiendo decirse que la naturaleza había tomado precauciones para ocultarnos ese fatal secreto. Sólo cabe pensar en la circunstancia extraordinaria de algún volcán que, vomitando materias metálicas en fusión, daría a los observadores idea de imitar esta operación de la naturaleza. Con todo esto es preciso suponer mucho valor y previsión para comenzar un trabajo tan penoso y adivinar de tan lejos las ventajas que de ello podían obtenerse; lo que no cuadra bien sino en espíritus ya más despejados de lo que aquéllos sin duda lo eran.

En cuanto a la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes de que se estableciera su práctica, y no es fácil que los hombres ocupados sin cesar en sacar su sustento de los árboles y plantas estuvieran mucho tiempo sin advertir los medios que la naturaleza emplea para la genéración de los vegetales. Pero su industria probablemente tornaría muy tarde hacia ese lado, ya porque los árboles (que, con la caza y la pesca, proveían a su subsistencia) no tenían necesidad de sus cuidados ya porque no conocieran el uso del trigo, bien por la falta de instrumentos para cultivarlo, ya por la falta de previsión para las necesidades del porvenir, ya, en fin, por falta de medios para impedir a los demás la apropiación del fruto de sus trabajos. Trocados los hombres ya en más industriosos, puede creerse que con piedras afiladas y palos puntiagudos empezaron a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber preparar el trigo y de tener los instrumentos necesarios para el cultivo en gran escala; sin contar con que, para entregarse a esta ocupación y sembrar las tierras, era menester resolverse a perder desde luego alguna cosa para ganar después mucho; precaución muy lejana del espíritu del hombre salvaje, que, como ya he dicho, tiene bastante trabajo con pensar por la mañana en sus necesidades de la tarde.

La invención de las demás artes fue, por tanto, necesaria para obligar al género humano a dedicarse a la agricultura. Desde que se necesitaron hombres para fundir y forjar el hierro, fueron precisos hombres para ocuparse de su manutención. Cuanto mayor número de obreros hubo, menor número de manos se emplearon en proveer a la subsistencia común, sin que por eso hubiera menor número de bocas para consumir; y como los unos necesitaron géneros en cambio de su hierro, los otros encontraron por fin el secreto de emplear el hierro en la multiplicación de los géneros. De aquí nacieron, por una parte el laboreo y la agricultura, y por otra, el arte de trabajar los metales y de multiplicar sus usos.

Del cultivo de las tierras sobrevino ineluctablemente su partición; y de la propiedad, una vez conocida, se derivaron las primeras reglas de justicia, porque, para dar a cada uno lo suyo, preciso es que cada uno pueda tener algo; después comenzaron los hombres a llevar sus miras al porvenir y hallándose todos con algunos bienes que perder no había ninguno que no temiera para sí las represalias de los perjuicios que podía causar a otro. Tanto más natural es este origen cuanto que es imposible concebir idea de la propiedad naciente anterior a la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas pueda el hombre poner más que su trabajo. El trabajo es lo único que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha labrado, se le da, por consecuencia, sobre el suelo, por lo menos hasta la recolección; así, de año en año, al ejercer posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta celebrada en su honor el nombre de Tesmoforias, dieron también a entender que la partición de las tierras ha producido nueva clase de derecho. Es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.

Las cosas hubieran podido permanecer en esta situación iguales si los talentos hubieran sido iguales, aconteciendo, por ejemplo, que el empleo del hierro y la conformación de los géneros hubieran mantenido siempre un contrapeso exacto. Pero la proporción no sostenida en nada fue pronto rota. El más fuerte produjo más obra, el más hábil sacó mejor partido de la suya, el más ingenioso halló medios de abreviar el trabajo. El labrador necesitó mayor cantidad de trigo, y trabajando lo mismo el uno ganaba mucho, mientras que el otro apenas tenía para vivir. Así es como la desigualdad natural se despliega insensiblemente con la desigualdad de combinación; y así también las diferencias de los hombres, ampliadas por las diferencias de circunstancias, son más sensibles, más permanentes en sus efectos, y comienzan a influir en la misma proporción sobre la suerte de los particulares.

Habiendo llegado las cosas a este punto, es fácil imaginar lo demás. No me detendré en describir la sucesiva invención de otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de los talentos, la desigualdad de las fortunas, el uso o el abuso de las riquezas, ni los múltiples detalles que siguen a éstos, y que cada uno puede fácilmente suplir. Me limitaré a dirigir una ojeada sobre el género humano, colocado en ese nuevo orden de cosas.

He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las condiciones naturales puestas en acción, establecida la posición y suerte de cada hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o de dañar, sino sobre el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; y siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración, fue muy pronto necesario tenerlas o fingirlas; fue necesario, para su provecho, parecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas, y de esta distinción salieron el imponente orgullo; la engañadora astucia y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte; el hombre, de libre e independiente que antes era, se ha convertido en siervo de multitud de necesidades, sometido, por decirlo así, a toda la naturaleza, y principalmente a sus semejantes, de quienes llega a ser esclavo, aun siendo su señor; rico, tiene necesidad de sus servicios; pobre, necesita sus auxilios y la mediocridad no le coloca en situación de prescindir de ellos. Es preciso, pues, que trate sin necesidad de interesarlos en su suerte y de hacerles encontrar su propio interés en realidad o en apariencia, en trabajar para provecho suyo. Esto le hizo soberbio y artificioso con unos, duro e imperioso con otros, y le puso en necesidad de abusar de todos aquellos de que tenía precisión, cuando no pudo hacerse temer y cuando no halló interés en servirlos útilmente. Por fin, la voraz ambición, el ardor en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera necesidad como por colocarse por encima de los demás, inspiró a los hombres la mala idea de perjudicarse mutuamente; secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con mayor seguridad, adoptó frecuentemente la máscara de la benevolencia. En una palabra, competencia y rivalidad por una parte; y por otra, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de obtener beneficios a expensas de otro. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el inseparable séquito de la naciente desigualdad.

Antes de haberse inventado los signos representativos de riqueza, apenas ésta consistía en otra cosa que en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora bien: cuando las herencias se acrecentaron en número y en extensión, hasta el extremo de cubrir el suelo y de lindar unas con otras, no pudieron engrandecerse unos sino a expensas de los otros, y los menos capaces, impedidos por la debilidad o la indolencia de adquirir a su vez, convertidos en pobres, sin haber perdido cosa alguna, porque todo cambiaba en su derredor y sólo ellos seguían sin cambiar en nada, se vieron obligados a recibir o arrebatar su subsistencia de manos de los ricos, y de aquí empezaron a nacer, según los diversos caracteres de unos y otros, el dominio y la servidumbre, la violencia y el robo. Por su parte, los ricos, apenas conocieron el placer de dominar, inmediatamente empezaron a despreciar a los demás, y saliéndose de sus esclavos antiguos para someter a otros de nuevo, no trataron de otra cosa que de subyugar y sujetar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, gustando una vez la carne humana, repugnan las demás y sólo gozan con devorar hombres.

Así es como los más poderosos y los más miserables, haciendo de sus fuerzas y de sus necesidades cierta especie de derecho al bien de otro, cosa equivalente, según ellos, al derecho de propiedad, hubieron de romper la igualdad y así sobrevino el más espantoso desorden. Así también las usurpaciones de los ricos, los latrocinios de los pobres, las desenfrenadas pasiones de todos, sofocando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y perversos.

Entre el derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante surgió un perpetuo conflicto que no concluía sino por combates y homicidios. La naciente sociedad dio lugar al estado de guerra más terrible. El género humano, desolado y envilecido, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vergüenza por el abuso de las facultades que le honran, colocóse por sí mismo en vísperas de su ruina.

Attonitus novitate mali diviesque miserque,

Effugere optat opes et quae modo voverat odit.

No es posible que los hombres hayan dejado de reflexionar acerca de situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron de sentir muy pronto cuán desventajosa les era una guerra constante, cuyos gastos hacían ellos solos, y en la cual les era común el riesgo de la vida, y particularmente el de los bienes. Además, cualquiera que fuese el pretexto que pudieran dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que estaban fundamentadas en un derecho precario y abusivo, y que habiendo sido adquiridas por la fuerza, la fuerza podía quitárselas, sin que tuvieran razón para quejarse.

Aquellos mismos a quienes el ejercicio de la industria había enriquecido, no por esto podían fundar su propiedad en mejores títulos. Hubieran podido decir: "Yo soy quien ha levantado ese muro; he ganado este terreno por mi trabajo". "¿Quién te ha dado el alimento? —podría contestársele—. ¿Y en virtud de qué pretendes ser pagado a nuestra costa de un trabajo que no te hemos impuesto? ¿Ignoras que multitud de tus hermanos perecen o sufren necesidad de lo que tienes de sobra, y que necesitabas consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiarte de la común subsistencia, de todo lo que iba más allá de la tuya?" Desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por cuadrillas de salteadores, solo contra todos, y no pudiendo, por sus recíprocos celos, unirse con sus iguales contra enemigos unidos por la común esperanza del robo, obligado por la necesidad, el rico concibió por fin el proyecto más reflexivo que jamás ha entrado en el espíritu humano; y fue emplear en su provecho las mismas fuerzas que le atacaban, tomar a sus adversarios por defensores suyos, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fuesen para ellos tan favorables como adverso les era el derecho natural.

A este propósito, después de haber expuesto a sus vecinos el horror de una situación que armaba a los unos contra los otros, que hacía la posesión tan onerosa como la necesidad, y en la cual no hallaba seguridad ni en riqueza ni en pobreza, fácilmente inventó especiosas razones para conducirlos a dicho fin. "Unámonos —les dijo— para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de aquello que le pertenece. Establezcamos leyes de justicia y de paz, a cuya conformidad se obliguen todos, sin excepción de nadie, para que de esta manera se corrijan los caprichos de la fortuna, sometiendo por igual al poderoso y al débil al cumplimiento de recíprocos deberes. En una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según sabias leyes, que proteja y defienda a los asociados, rechace a los comunes enemigos y nos mantenga en constante armonía."

Se necesitó menos que la equivalencia de este discurso para arrastrar a hombres incultos, fáciles de seducir, que además tenían demasiados negocios que desenredar entre sí para poder arreglárselas sin árbitros, y demasiada avaricia y ambición para poderse privar mucho tiempo de amos. Todos corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad; porque con demasiada razón, para sentir las ventajas de una fundación política, no tenían bastante experiencia para prever los peligros de ella; los más capaces de presentir los abusos eran precisamente los que imaginaban ir ganando, y aun los más sabios vieron que era preciso resignarse a sacrificar una parte de su libertad para conservar otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar lo restante del cuerpo.

Tal fue o debió ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico; destruyeron sin esperanza de recuperarla la libertad natural; fijaron para siempre la ley de propiedad y de desigualdad; hicieron de una torcida usurpación irrevocable derecho, y por beneficio de algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano para lo sucesivo al trabajo, a la servidumbre y a la miseria.

Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás y cómo para hacer frente a fuerzas unidas fue preciso unirse a su vez. Multiplicándose o extendiéndose rápidamente las sociedades, pronto cubrieron la superficie de la tierra, y no fue posible hallar un solo rincón del universo donde pudiera estarse libre del yugo o en donde estar a cubierto del golpe, con frecuencia mal dirigido; que amenazaba descargar la cuchilla constantemente suspendida sobre la cabeza del hombre. Habiendo llegado a ser así el derecho civil regla común de los ciudadanos, la ley natural no tuvo cabida sino en las distintas sociedades, donde bajo el nombre de derecho de gentes fue adoptada por tácitos convenios, a fin de hacer posible la comunicación y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de sociedad en sociedad la fuerza que tenía de hombre a hombre, sólo vive en las grandes almas cosmopolitas que saltan las imaginarias barreras, separación de los pueblos, y que, a semejanza del Ser supremo que las ha creado, abrazan a todo el género humano.

Las sociedades políticas que siguieron entre sí en estado de naturaleza pronto se resintieron de los inconvenientes que habían obligado a los particulares a salir de él; y, hasta dicho estado fue aún más funesto entre esos grandes cuerpos sociales que antes lo había sido entre los individuos que los componían. De allí salieron las guerras nacionales, las batallas, las muertes, las represalias que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón, y todos estos prejuicios horribles que colocan en la categoría de las virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes más honradas aprendieron a contar entre sus deberes el matar a sus semejantes; se vio al fin a los hombres destrozarse a millares sin saber por qué; cometíanse más muertes en una sola ciudad que las cometidas en el estado de naturaleza durante siglos enteros y en toda la superficie de la tierra. Tales fueron los primeros efectos que podemos entrever de la división del género humano en distintas sociedades. Volvamos a su instauración.

Yo sé que muchos han dado otros orígenes a las sociedades políticas, como conquistas del poderoso o unión de los débiles, pero para lo que voy a consignar considero indiferente la elección entre esas causas. Sin embargo, la que acabo de exponer me parece la más natural, por las siguientes razones: Primera, porque, en el primer caso, no siendo el derecho de conquista un verdadero derecho, no ha podido dar lugar a otro derecho alguno; el conquistador y los pueblos conquistados permanecen siempre entre sí en estado de guerra, a menos que, gozando de libertad la nación, escoja voluntariamente por jefe a su vencedor. Hasta entonces cuantas capitulaciones se hayan hecho, como sólo están fundadas en la violencia y, por tanto, son nulas por el mismo hecho, no puede haber en esta hipótesis ni verdadera sociedad ni cuerpo político ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: porque estas palabras de fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; porque, en el intervalo que se halla entre el establecimiento del derecho de propiedad o de primer ocupante y el de los gobiernos políticos, el sentido de estos términos está mejor expresado por los de pobre y rico; porque, en efecto, un hombre no tenía antes de las leyes otro medio de sujetar a sus iguales que combatir su bien o prestarles alguna parte del suyo. Tercera: porque, no teniendo los pobres nada que perder, fue gran locura suya renunciar voluntariamente al único bien que les quedaba, para no ganar nada en el cambio; porque, por el contrario, siendo los ricos sensibles, por decirlo así, en todas las partes de sus bienes era mucho más fácil hacerles mal en cuanto tenían por consecuencia que tomar mayores precauciones para estar seguros; y que, por último, lo más racional es creer que una cosa ha sido inventada por aquellos a quienes es útil, más bien que por aquellos a quienes perjudica.

El naciente gobierno no tuvo forma constante y regular. La falta de filosofía y de experiencia no dejaba comprender más que los inconvenientes inmediatos, y no se procuraba corregir los otros sino a medida que se presentaban. A pesar de los trabajos de sabios legisladores, el Estado político permaneció siendo imperfecto, porque casi era obra de la casualidad, y porque mal comenzado, descubriendo el tiempo los defectos y dando idea de sus remedios, jamás pudo corregir los vicios de su constitución; se acomodaba sin cesar lo que hubiera convenido arrojar al viento para purificar la atmósfera, y separar los materiales viejos, como hizo Licurgo en Esparta, para levantar después un buen edificio. La sociedad no consistía al principio más que en algunos convenios generales que todos los particulares se obligaban a cumplir y de cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de los asociados. Fue menester que la experiencia enseñase cuán débil era semejante constitución, y lo fácil que era a los infractores evitar la convicción o el castigo de las faltas de que sólo el público debía ser testigo y juez; fue preciso que la ley se eludiese de mil maneras. Fue necesario que los inconvenientes y los desórdenes se multiplicasen continuamente para que se tratase por fin de confiar a particulares el peligroso depósito de la autoridad pública, y se atribuyera a magistrados el cuidado de hacer cumplir las deliberaciones del pueblo, porque decir que los jefes fueron elegidos antes de hacer la confederación y que los ministros de las leyes existieron antes que las mismas leyes es un supuesto que no se debe combatir seriamente.

No más racional sería creer que los pueblos se echaron desde su comienzo en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para siempre, y que el primer medio de proveer a la seguridad común que hayan imaginado los hombres soberbios e indómitos sea el precipitarse en la esclavitud. En efecto, ¿por qué se han dado a sí mismos unos superiores, si no es para ser defendidos contra la opresión y protegidos en sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por decirlo así, los elementos constitutivos de su ser? Ahora bien: en las relaciones de hombre a hombre lo peor que puede suceder a uno, viéndose a discreción de otro, sería despojarse en manos de un jefe de aquellas cosas para cuya conservación habría tenido necesidad de sus auxilios. ¿Qué equivalente podría obtener a cambio de la concesión de tan magnífico derecho? Y si el jefe se hubiera atrevido a exigirlo al hombre, ¿no habría recibido seguidamente la respuesta del apólogo?: ¿Qué más podrá hacernos nuestro enemigo? Es, pues, indiscutible (y constituye la máxima fundamental de todo el derecho político) que los pueblos se han dado a sí mismos jefes para defender su libertad y no para esclavizarse. "Si tenemos príncipe —decía Plinio a Trajano— es para que nos preserve de tener un amo."

Los políticos sostienen acerca del amor a la libertad los mismos sofismas que los filósofos han enunciado acerca del estado de naturaleza; por lo que ven, juzgan las cosas muy distintas que no han visto y atribuyen a los hombres tendencia natural a la servidumbre por la paciencia con que sufren la suya los que tienen ante la vista, sin advertir que con la libertad sucede lo mismo que con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce hasta que se disfruta de ellas, y cuyo gusto desaparece tan pronto como se pierden. "Conozco las delicias de tu país —decía Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de Esparta con la de Persépolis—; pero tú no puedes conocer los placeres del mío."

A la manera como un corcel indómito eriza sus crines, golpea la tierra con el casco y forcejea impetuoso con sólo sentir cerca el acicate, mientras que el caballo domado sufre paciente el látigo y la espuela, el hombre bárbaro no dobla su cuello al mismo yugo que el hombre civilizado lleva sin murmurar, y prefiere la libertad más borrascosa a la más tranquila sujeción. Por tanto, el envilecimiento de los pueblos esclavizados no puede servirnos para juzgar las disposiciones naturales del hombre contra la servidumbre, sino que hemos de valernos de los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para protegerse contra la opresión. Sé muy bien que los primeros se envanecen sin cesar con la paz y el reposo de que disfrutan en sus cadenas, y que míserriman servitutem pacem appellant; pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, la riqueza, el poderío y aun la vida, a la conservación de aquel único bien, tan menospreciado por aquellos que lo han perdido; cuando veo a los animales que nacen libres aborrecer la cautividad hasta romper su cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a multitud de salvajes desnudos menospreciar las voluptuosidades europeas y desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la muerte por conservar sólo su independencia, confieso que no incumbe a los esclavos discutir la libertad. En cuanto a la autoridad paternal, de la que muchos han hecho derivar el gobierno absoluto y toda la sociedad, sin recurrir a las demostraciones contrarias de Locke y de Sidney, basta con observar que nada hay en el mundo más apartado del espíritu cruel del despotismo que lo benigno de esta autoridad, que mira más a la ventaja del que obedece que a la utilidad del que manda; que por ley natural; el padre no es dueño del hijo sino en tanto que su auxilio es necesario; que más allá de ese término son completamente iguales, y que entonces el hijo, por completo independiente del padre, le debe respeto y no obediencia, porque el agradecimiento es deber que importa cumplir, pero no derecho que pueda exigirse. En lugar de decir que la sociedad civil deriva del poder paternal, es preciso decir, al contrario; que de la sociedad se deduce este poder; un individuo no fue considerado padre de muchos hasta que éstos permanecieron reunidos en derredor de él. Los bienes del padre, de los que verdaderamente es dueño, son los vínculos que mantienen bajo su dependencia a los hijos y puede no darles en su sucesión sino en la proporción en que lo hayan bien merecido en virtud de una continua deferencia a su voluntad. Ahora bien: lejos de tener los súbditos favor semejante que esperar de su déspota, como ellos (juntamente con las cosas que poseen) le pertenecen, o al menos aquél lo pretende así, se ven reducidos a recibir como favor aquello que de su propio bien les deja; hace justicia cuando los despoja y dispensa gracia cuando los deja vivir.

Continuando el examen de los hechos conforme al derecho, no se hallaría más solidez que verdad en la voluntaria fundación de la tiranía y sería difícil demostrar la validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el que todo se hallaría en favor de una de ellas y nada en el de la otra, y que sólo redundaría en perjuicio del sometido por la fuerza. Este odioso sistema está muy lejos de ser, aún hoy, el de los monarcas buenos y prudentes y sobre todo de los reyes de Francia, como puede verse en varios lugares de sus edictos, y particularmente en el siguiente párrafo de un célebre escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: "Que no se diga, pues, que el soberano no está sometido a las leyes de un Estado, puesto que la afirmación contraria es una verdad del derecho de gentes, atacada alguna vez por la lisonja, pero defendida siempre por los buenos príncipes como divinidad tutelar de sus Estados. ¡Cuánto más legítimo es decir, con el sabio Platón, que la completa felicidad de un reino consiste en que los súbditos obedezcan al príncipe, el príncipe obedezca a la ley y la ley sea conforme a derecho y siempre encaminada al bien público!" No me detendré en investigar aquí si siendo la libertad la facultad más noble del hombre, no degrada a la naturaleza y hasta ofende al Autor de sus días al ponerse al nivel de los brutos esclavos de su instinto, al renunciar sin limitación al más preciado de sus dones y al someterse a cometer todos los crímenes para complacer a un amo feroz e insensato; ni tampoco averiguar si Aquel sublime obrero debe hallarse mas irritado por la deshonra o por la destrucción de sus más bellas obras. Prescindiré aquí, por ejemplo, de la autoridad de Barbeyrac, quien declara abiertamente, según Locke, que ninguno puede vender su libertad hasta someterse a una potencia arbitraria que le trata a su arbitrio: "Porque —agrega— eso sería vender su propia vida, de la cual no es dueño". Preguntaré solamente con qué derecho aquellos que no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han podido someter su posteridad a la misma ignominia y renunciar por ello a unos bienes que aquélla no posee por su liberalidad, y sin los cuales la propia vida es onerosa para todos los que son dignos de ella.

Pufendorff dice que así como se transfiere el bien de uno a otro mediante convenios o contratos, se puede también dejar algo de libertad en favor de alguno. Me parece que ése es un mal razonamiento; porque precisamente el bien que yo enajeno se convierte en cosa desde luego extraña y cuyo abuso es para mí indiferente; pero me importa que no se abuse de mi libertad, y yo no puedo (sin convertirme en culpable del mal que se me obligue a hacer) exponerme a ser instrumento del crimen. Además, como el derecho de propiedad es institución convencional y humana, cualquier hombre puede a su capricho disponer de lo que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, tales como la vida y la libertad, de las que se permite a todos disfrutar, pero de las cuales es por lo menos dudoso que se pueda prescindir enajenándolas. Despojándose de la una se degrada su ser; quitándose la otra se reduce a la nada cuanto en él existe. Y como ningún bien temporal puede indemnizar de una y otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la razón renunciar a aquéllas por precio alguno. Pero, aunque se pudiese enajenar la libertad como los bienes, la diferencia sería grandísima para los niños que no disfrutan de los bienes del padre sino por transmisión de su derecho; mientras que, siendo la libertad un derecho que reciben de la naturaleza en condición de hombres, no tienen sus padres derecho alguno para desposeerlos de ella; de manera que, como para establecer la esclavitud ha sido preciso violentar la naturaleza, también ha sido necesario cambiarla para perpetuar aquel derecho. A todo esto ha habido jurisconsultos que han declarado solemnemente que el hijo de una esclava nace esclavo o, en otros términos, que un hombre no nace hombre!

Tengo por cierto que no sólo los gobiernos no han comenzado por el poder arbitrario, que no es más que la corrupción, el último extremo que en conclusión lleva a la única ley del más fuerte, de que al principio fueron el único remedio, sino que aun habiendo comenzado así dicho poder, siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir de fundamento a los derechos de la sociedad, ni, por consiguiente, a la desigualdad de su instauración. Sin entrar hoy en las investigaciones que aún están por hacerse sobre la naturaleza del pacto fundamental de todo gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a consignar aquí el establecimiento del cuerpo político como verdadero contrato entre el pueblo y los jefes que por sí eligió; contrato por el cual las dos partes se obligaban a la observancia de las leyes que para ello se estipulan y que constituyen los vínculos de su unión.

Habiendo reunido los pueblos para sus relaciones sociales todas las voluntades en una sola, todos los artículos en los cuales se explica esta voluntad llegan a ser otras tantas leyes fundamentales que obligan a los miembros del Estado sin excepción, y una de las cuales regula la elección y el poder de los magistrados encargados de velar por la ejecución de las demás leyes. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución, sin ir hasta cambiarla. A ese poder añádense honores que hacen respetables las leyes y sus ministros, y para éstos personalmente, prerrogativas que les indemnizan de los penosos trabajos que cuesta una buena administración. Por su parte, el magistrado se obliga a no usar el poder que tiene confiado sino conforme a la intención de sus mandantes, a sostener a cada uno en el goce pacífico de lo que les pertenece, a preferir siempre la utilidad pública a su interés personal.

Antes de que la experiencia hubiese demostrado o el conocimiento del corazón humano hiciera prever los inevitables abusos de semejante constitución, debió ésta de parecer tanto mejor cuanto que los encargados de velar por su conservación eran los más interesados en ello, pues la magistratura y sus derechos están fundados en las leyes; tan pronto como éstas fueran destruidas, los magistrados dejarían de ser legítimos, el pueblo no estaría obligado a obedecerlos, y como no habría sido el magistrado, sino la ley la que habría constituido la esencia del Estado, cada uno volvería de derecho a su libertad natural.

Por poco que se reflexionara atentamente, se confirmaría esto por nuevas razones y se vería por la naturaleza del contrato que éste no puede ser irrevocable; porque si no había poder superior que pudiera ser garantía de la fidelidad de los contratantes ni obligarlos a llenar sus obligaciones recíprocas, las partes serían únicos jueces en su propia causa, y cada una de ellas tendría siempre el derecho de renunciar al contrato tan pronto como viese que la otra limitaba sus condiciones o que éstas dejaban de convenirle. En este principio parece que puede fundarse el derecho de abdicar. Ahora bien: si no se considera, como nosotros hacemos, más que la institución humana; si el magistrado que posee en su mano todo el poder y se apropia las ventajas del contrato tiene el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, que paga todas las faltas de los jefes, debe tener derecho a renunciar a su dependencia. Pero las terribles disensiones, los desórdenes infinitos que necesariamente traería consigo este peligroso poder, enseñan mejor que cosa alguna cómo los gobiernos humanos tienen necesidad de base más sólida que la razón aislada, y cómo era necesario para la tranquilidad pública que la voluntad divina interviniera para dar a la autoridad soberana carácter sagrado e inviolable, que quitara a los súbditos el derecho funesto de disponer por sí mismos. Aunque la religión no hubiera hecho más bienes que éste a los hombres, sería bastante para que éstos la quisieran y adoptaran, aun con sus abusos, puesto que ahorra más sangre que la que puede hacer correr el fanatismo. Pero sigamos el curso de nuestra hipótesis.

Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias mayores o menores que se hallan entre los particulares; en el momento de su institución. ¿Un hombre era eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Fue elegido magistrado único, y el Estado se hizo monárquico. Si muchos aproximadamente iguales entre sí dominaban por su crédito sobre los demás, fueron elegidos todos, constituyéndose una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o talento eran menos desproporcionados y se habían separado en menor grado del estado de naturaleza guardaron en común la administración suprema y formaron una democracia. El tiempo comprobó cuál de estas formas era más ventajosa a los hombres. Unos estuvieron sometidos únicamente a las leyes; otros obedecieron muy pronto a los amos. Los ciudadanos quisieron conservar su libertad; los súbditos no se cuidaron más que de quitársela a sus vecinos, no pudiendo sufrir que otros gozasen de un bien que ellos no tenían. En una palabra: de un lado estuvieron las riquezas y las conquistas, y de otro, la felicidad y la virtud.. En estos diversos gobiernos, los magistrados fueron al principio electivos, y cuando la riqueza no lo impedía se concedía la preferencia al mérito, que da natural ascendiente, y a la edad, que acredita experiencia en los negocios y sangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta y el Senado de Roma y la misma etimología de nuestra palabra señor; prueban de qué modo era antaño respetada la vejez. A medida que las elecciones recaían en hombres de más avanzada edad, hacíanse más frecuentes, y mayores dudas se presentaban: aparecieron las cábalas, formáronse facciones, los partidos se agriaron, encendióse la guerra civil; por último, fue sacrificada la sangre de los ciudadanos a la pretendida felicidad del Estado, y se estuvo en vísperas de caer de nuevo en la anarquía de los tiempos anteriores. La ambición de los poderosos aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, habituado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, y lejos asimismo de estar en situación de poder romper sus cadenas, consintió en el aumento de su servidumbre como medio de asegurar su tranquilidad; y así es como los jefes que llegaron a ser hereditarios, se acostumbraron a mirar su magistratura como un caudal de familia, a considerarse ellos mismos propietarios del Estado, del cual no eran, ciertamente, más que funcionarios; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como a rebaños, entre el número de las cosas de su propiedad, y a llamarse a sí mismos iguales a los dioses y reyes de los reyes.

Si seguimos el progreso de la desigualdad en estas diferentes evoluciones, hallaremos que su primera causa fue la constitución de la ley y del derecho de propiedad; la institución de la magistratura, la segunda; y la tercera y última, el cambio de poder legítimo en poder arbitrario. De manera que la condición de rico o pobre fue autorizada por la primera época; la de poderoso o débil, por la segunda; y por la tercera, la de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y término a que llegan los demás, hasta que nuevas revoluciones disuelven de repente el gobierno o le aproximan a la institución legítima.

Para comprender la necesidad de este progreso, menos se necesita considerar los motivos del establecimiento del cuerpo político que la forma de ejecución que adopta y los inconvenientes que lleva consigo; porque los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y como, excepción hecha de Esparta, donde la ley vigilaba principalmente la educación de los niños, y donde Licurgo estableció costumbres que casi le excusaban de añadir ley alguna, en general son las leyes menos fuertes que las pasiones, los hombres continúan sin cambiar, y será fácil la demostración de que todo gobierno que sin alterarse ni viciarse sigue su camino, siempre conforme al fin de su institución, no tiene necesidad de existir, y que un país en donde nadie eludiese las leyes ni abusara de la magistratura no tendría necesidad de magistrados ni de leyes.

Las diferencias políticas llevan consigo por necesidad diferencias civiles. La desigualdad creciente entre el pueblo y los jefes se hizo muy pronto sentir entre los particulares, y se modificó de mil modos, según las pasiones, los talentos y los acontecimientos. El magistrado no sabría usurpar el poder ilegítimo sin procurarse auxiliares, a los cuales ha de ceder por necesidad alguna parte del mismo poder. Por otra parte, los ciudadanos no se dejan oprimir sino en caso de ser arrastrados por ciega ambición, y, mirando siempre más por abajo que por encima de ellos, llega a serles la dominación más querida que la independencia, contentándose con llevar sus cadenas para poderlas a su vez imponer a otros. Es muy difícil reducir a obediencia al que no trata de mandar, y el político más hábil no conseguiría sujetar a hombres que sólo quisieran ser libres; pero la desigualdad se extiende sin dificultad entre los hombres ambiciosos y cobardes, dispuestos siempre a correr los riesgos de la fortuna y a servir o dominar casi sin diferencia, según aquélla los favorece o les es adversa. Así debió de llegar un tiempo de fascinación para los ojos del pueblo, hasta el punto de que sus conductores sólo tenían que decir al más pequeño de los hombres: "Sé grande tú y tu raza", para que inmediatamente pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos, elevándose sus descendientes a medida que se alejaban de él, pues cuanto más lejana e incierta era la causa, mayor era el efecto, más vagos podía contar entre sí una familia y más ilustre llegaba a ser.

Si fuera ésta la ocasión de entrar en detalles, explicaría fácilmente cómo la desigualdad de crédito y de autoridad se hace inevitable entre particulares tan pronto como, reunidos en sociedad, se ven obligados a compararse entre sí y a tener presentes las diferencias que hallan en el uso continuo que unos de otros tienen que hacer. Estas diferencias son de muchas clases; pero siendo en general la riqueza, la nobleza o jerarquía, el poder y el mérito personal las principales distinciones por las cuales se miden los hombres en la sociedad, podría demostrarse que el acuerdo o el conflicto de estas fuerzas diversas es la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido; y yo haría ver que, entre esas cuatro fuentes de desigualdad, el mérito personal es la primera y la riqueza la última, porque la de utilidad más inmediata al bienestar es también la más fácil de comunicar; de donde fácilmente se deduce la afirmación hecha. Observación es ésta que puede hacer juzgar muy exactamente de la medida en que cada pueblo se ha separado de su institución primitiva y del camino que ha hecho hacia el término extremo de la corrupción. Haría observar cómo este deseo universal de reputaciones, honores y preferencias que a todos nos devora ejercita y compara talentos y fuerzas; cómo excita y multiplica las pasiones y cómo hace a todos los hombres competidores, rivales o más bien enemigos, causando todos los días contratiempos, éxitos y catástrofes de todas clases en la lid que sostienen tantos pretendientes. Podría también demostrar que, en efecto, a este ardor por hacerse objeto de conversación, a este furor de distinguirse que nos tiene casi siempre fuera de nosotros, es al que debemos lo que hay de mejor o de peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquistadores y filósofos, es decir, una multitud de malas cosas por un pequeño número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y ricos en el apogeo de grandezas y fortuna, mientras que la multitud se arrastra en la oscuridad y la miseria, es porque los primeros no estiman las cosas de que disfrutan sino en cuanto los otros están privados de ellas, de manera que dejarían de ser felices si el pueblo dejase de ser miserable.

Pero estos detalles por sí solos serían bastante materia para una obra de importancia, en la cual se pesarían las ventajas y los inconvenientes de todo gobierno en relación con los derechos del estado de naturaleza, y en la que se descubrieran los distintos aspectos bajo los cuales se ha presentado hasta hoy la desigualdad, y podrá presentarse en los siglos futuros, según la naturaleza de sus gobiernos y las revoluciones que el tiempo traerá consigo necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por una serie de precauciones, las mismas que ella había tomado antes contra lo que de fuera la amenazaba.

Se vería crecer continuamente la opresión sin que los oprimidos pudieran nunca saber qué término tendría ni qué medios legítimos les quedarían para poder detenerla. Se verían extinguirse poco a poco los derechos y las libertades nacionales, y cómo las reclamaciones de los débiles eran juzgadas como un rumor sedicioso. Se vería que la política limitaba a una mercenaria porción del pueblo el honor de defender la causa común. De todo esto se vería asimismo salir la necesidad de los impuestos y, entre tanto, el agricultor, desalentado, tendría, en tiempo de paz que verse obligado a abandonar el arado para empuñar el fusil o la espada. Se verían surgir las funestas y caprichosas reglas del honor. Se vería, por último, a los defensores de la patria ser pronto o tarde sus enemigos, tener levantado el puñal sobre sus conciudadanos y vendría un tiempo en que se les oyera decir al opresor de su país:

Pectore si fratis gladium juguloque parentis

Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu

Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra.

De la extremada desigualdad de las condiciones sociales y de las fortunas, de la diversidad de pasiones y de talento, de las artes inútiles, de las artes perniciosas y de las ciencias baladíes, saldrían multitud de prejuicios, igualmente contrarios a la razón a la felicidad y a la virtud; veríase fomentar por los jefes todo aquello que puede debilitar a los hombres reunidos, desuniéndolos; todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concordia aparente, sembrando en ella gérmenes de división; todo aquello; en fin, que puede inspirar a los distintos órdenes desconfianza y odios mutuos, por oposición de sus derechos y de sus intereses, para llegar por estos medios a fortalecer el poder que a todos los contiene.

Del seno de este desorden y de estas revoluciones es como el despotismo, elevando de manera gradual su horrible cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría por fin a pisotear las leyes y al pueblo, y a instalarse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a este último cambio serían periodos de trastornos y calamidades; pero, al fin, todo sería tragado por el monstruo y los pueblos ya no tendrían más jefes ni más leyes, sino exclusivamente tiranos. A partir de este momento también dejaría de hablarse de buenas costumbres y de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes; no sufre a ningún otro dueño; cuando él habla y actúa, se acabó la probidad y ya no hay deberes que consultar. La obediencia ciega es la única virtud que les queda a los esclavos.

Aquí está el último término de la desigualdad y el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde todos los particulares llegan a ser iguales, porque no son nada, y donde por no tener los súbditos otra ley que la voluntad del señor, ni el señor otra regla que sus pasiones, se desvanecen de nuevo las nociones del bien y los principios de justicia. Todo se reduce a la ley del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza, distinto de aquel por el cual hemos empezado, porque el uno era el estado natural en su pureza, y el otro, fruto de un exceso de corrupción. Tan poca diferencia hay, por otra parte; entre estos dos estados, y de tal manera el despotismo destruye el contrato de gobierno, que sólo el déspota es el amo mientras es el más fuerte, y por eso no podrá reclamar contra la violencia en cuanto se presente la ocasión de expulsarlo. El motín que acaba por estrangular o destronar al sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los cuales el tirano disponía días antes de la vida y de los bienes de los súbditos. Sólo la fuerza le sostenía, la fuerza sólo le arroja. Todo acontece según el orden natural, y cualesquiera que sean las consecuencias de esas cortas y frecuentes revoluciones, nadie se queje de la injusticia de otro sino solamente de su ironía imprudencia y de su propia imprudencia y de su desgracia.

Descubriendo y siguiendo así los caminos olvidados y perdidos que han debido de conducir al hombre del estado natural al social; restableciendo, con las situaciones intermedias que acabo de señalar, aquellas que la prisa del tiempo me ha hecho suprimir, o que la imaginación no me ha inspirado, el lector atento no podrá menos de asombrarse de ver el inmenso espacio que separa esos dos estados. En esta lenta sucesión de las cosas hallará la solución de infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Comprenderá que no siendo el género humano de una época el mismo género humano de otra, la razón por la cual Diógenes no hallaba al hombre es porque buscaba entre sus contemporáneos al hombre de un tiempo ya desaparecido. Catón, dirá, murió con Roma y con la libertad, porque estuvo fuera de lugar en su siglo, y el más grande de los hombres no hizo más que asombrar al mundo que hubo gobernado quinientos años antes. En una palabra, explicará cómo, modificándose insensiblemente, el alma y las pasiones humanas cambian, por decirlo así, de naturaleza; porque nuestras necesidades y nuestros gustos cambian insensiblemente con el tiempo; porque desapareciendo por grados el hombre original, la sociedad sólo ofrece a la vista del sabio una reunión de hombres artificiales y de pasiones ficticias, que son el resultado de esas nuevas relaciones y no tienen un fundamento verdadero en la naturaleza.

Lo que con todo ello nos enseña la reflexión, lo confirma perfectamente la experiencia. El hombre salvaje y el hombre social difieren de tal modo en el fondo del corazón y en sus inclinaciones, que lo que constituye la suprema dicha de uno, pone en desesperación al otro. El primero sólo respira calma y libertad y no quiere más que vivir y estar ocioso, y aun la misma ataraxia del estoico no da una idea bastante exacta de su profunda indiferencia por cualquier otro objeto. Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta sin cesar en busca de ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta morir, incluso corre hacia la muerte para ponerse en condiciones de vida o renuncia a ésta por adquirir la inmortalidad.

A los grandes, a los que aborrece, y a los ricos, a quienes desprecia, les hace la corte. Nada economiza para obtener el honor de servirlos; con orgullo se envanece de la protección de aquéllos y de su propia bajeza, y arrogante con su esclavitud, habla desdeñoso de aquellos que no tienen el honor de sufrirla. ¡Qué espectáculo para un caribe son los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes crueles preferiría ese indolente salvaje ante el horror de semejante vida, que con frecuencia ni aun está dulcificada por el placer de hacer bien! Pero, para ver el fin de tantos cuidados, sería preciso que las palabras poderío y reputación tuviesen sentido en su espíritu, que supiera que hay una clase de hombres que estiman en algo las miradas del resto del universo, que saben estar satisfechos y contentos de sí mismos por el testimonio de otro, más bien que por el suyo propio. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas estas diferencias: el salvaje vive en sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás: y de ese único juicio deduce el sentimiento de su propia existencia.

No es mi propósito demostrar cómo de semejante disposición nació tanta indiferencia para el bien y el mal, juntamente con tan hermosos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a las apariencias, hízose todo ficticio y aparente: el honor, la amistad, la virtud y, con frecuencia, hasta los mismos vicios, cuyo secreto para glorificarlos se encuentra en definitiva; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que nosotros somos, y no atreviéndonos a preguntarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos otra cosa que un exterior superficial y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Me basta con haber probado que éste no es el estado original del hombre y que solamente el espíritu de la sociedad y de la desigualdad que ésta engendra son los que cambian de este modo todas nuestras inclinaciones naturales.

He intentado exponer el origen y el progreso de la desigualdad, la fundación y el abuso de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las únicas luces de la razón, con independencia de los dogmas sagrados que dan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino. Dedúcese de lo expuesto que, siendo la desigualdad casi nula en el estado de naturaleza, saca su fuerza y acrecentamiento del desarrollo de nuestras facultades y del progreso del espíritu humano, llegando por fin a ser permanente y legítima por la constitución de la propiedad y de las leyes.

Dedúcese además que la desigualdad moral autorizada únicamente por el derecho positivo es contraria al derecho natural, siempre qué no concurra en la misma proporción con la desigualdad física, distinción que determina suficientemente lo que debe pensarse a este propósito de la clase de desigualdad que existe entre todos los pueblos civilizados, puesto que con toda evidencia es contrario al derecho natural, de cualquier modo que se lo defina, que un niño mande a un anciano, que un imbécil sirva de gula al pobre sabio y que un grupo de personas rebose de superfluidades mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario.